El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
érase una vez un teatro tan pobre, tan pobre, que, por no tener, no tenía ni público. Se sentía tremendamente solo y, por mucho que se esforzara, nada parecía suficiente. Su familia era poderosa y ocupaba grandes cargos públicos. Su padre, el propio ayuntamiento, no sabía cómo afrontar todas las programaciones como el teatro andaba siempre intentando llevar a cabo: que si temporada de concierto o de lírica, que si obras de teatro, danza... De una de sus hermanas, la Junta de Andalucía, podría venir algún sustento para este pobre teatro, pero ¡tenía tantas cosas que atender!
Pero lo que peor llevaba era que se cuestionara lo que, curiosamente, era su mayor seña de identidad, su Festival de Flamenco, de gran proyección internacional. Más de un cuarto de siglo atrás, nuestro teatro ideó una fórmula mágica que supuso una inyección de público tan generosa, que durante años lo convirtió en el orgullo de los habitantes de su ciudad. Llegaban aficionados de todas partes del mundo. Llenaban los hoteles, los restaurantes, los locales nocturnos, las peñas flamencas, que permanecían abiertas hasta altas horas de la madrugada…
Pero toda felicidad es pasajera. Llegaron crisis económicas y de salud que pusieron entre las cuerdas a nuestro teatro, que no encontraba más que dificultades y algunos de sus ciclos, como el de Lírica, lo tenía difícil con las migajas que recibía. De nuevo, su padre, el ayuntamiento, volvía a ocuparse de asuntos más importantes para él. Para colmo, algunos levantaban bulos: “La cultura no da de comer”, “nuestros artistas no están en tu programación”, “nos cuestas el dinero”... Él intentaba defenderse, alegando que a cada ciudadano le costaba una miseria mantener una programación digna de las más grandes ciudades del mundo, pero necesitaba un proyecto a largo plazo para demostrar que podía ser autosuficiente y constituir una herramienta para el desarrollo de su ciudad.
Poco a poco fue quedándose sin recursos, se fue empobreciendo tanto, que terminó perdiendo su público hasta convertirse en un teatro muy pobre. La ciudad aún no se percataba de la magnitud de esta situación: la cultura agonizaba y veía cómo el entretenimiento le ganaba terreno. Un día, alguien cayó en la cuenta y, mientras caminaba por donde antaño hubo un magnifico teatro y ahora solo quedaba un viejo cartel que a duras penas se mantenía en pie, gritó: “Érase una vez una ciudad tan pobre, tan pobre, que, por no tener, no tenía ni teatro”.
Soy David Lagos, cantaor. Canto desde que tengo uso de razón y, profesionalmente, desde hace más de 30 años. No se me escapa que mi carrera artística está directamente ligada al nacimiento del Festival de Jerez, no en vano he participado en 26 de sus 27 ediciones y me ha servido de escaparate para proyectar mi carrera internacionalmente. He sido dos veces premiado como mejor cantaor de acompañamiento y participado en varias de las obras que han sido Premio del Público. Mi espectáculo ¡Fandango!, junto al bailarín y coreógrafo David Coria, fue Premio de la Crítica en la 26ª edición.
He viajado a tantos países que hace mucho dejé de contarlos y empecé a vivirlos. He aprendido que, si algo distingue a una ciudad, es su educación, ligada inevitablemente a su cultura. En ciudades de 30.000 habitantes, he visto teatros que serian la envidia de cualquier capital del mundo. Pero su grandeza no estaba en su tamaño. La grandeza de un teatro está en su público. Gente de a pie, con sus quehaceres diarios que, a las ocho de la tarde, tiene una cita con el arte y va al teatro a sentir experiencias, a transportarse a otros mundos, a vivir la música.... ¡A vivir! Ciudades que te hacen sentir que la Cultura no está sola y forma parte del pueblo. Espero de todo corazón, que este cuento narrado en tono infantil siga siendo por siempre, solo eso: un cuento.
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