Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
Afalta de internet, tablets, motores de combustión, puentes festivos y demás zarandajas estrafalarias de los últimos tiempos, los romanos tenían la costumbre de llevarse todo el día pensando en dar nombres contundentes a sus aguerridos días y a sus lúgubres noches. Con su dios Marte tuvieron el detalle de dar nombre a ese primer mes del calendario tras acabar el duro invierno. En esas fechas, entre el final de febrero y los idus de marzo, se celebraban fiestas y liturgias contra los vándalos, seguro que, bendecidas con buen caldo de las viñas de la zona. Pero lo que no llegaron a imaginar es que, veintiún siglos después, los pobladores de su Imperio en la zona de Gades y Tartessos se dedicarían a celebrar fiestas con unos tipos de menesteres tan mundanos como curiosos y que así, conseguirían darle forma a una vida mucho más movida que la de senadores, legionarios o patricios en tiempos de César. Celebraciones, que ya no se dedicarían a vitorear a emperadores, sino que se centrarían en satisfacer deseos, airear tradiciones y hacer del ocio un nuevo Dios justificado en días de permiso laboral por aquello de celebrar lo de la Bética de Hispania enriquecida con el misterio de un Al-Andalus repleto de magia y color, llegando a la adoración de nuevos dioses defendiendo tierras e idiosincrasias.
Plebe que se dedicaría a salir en manada de sus ciudades de origen aprovechando festivos, empezarían con cultos en los templos adoradores de dioses de la era digital, lograrían que el dos veces sexto, como el bisiesto, fuese un día curioso o se reunirían en circos de cante, baile, guitarra y palmeros sembrados de esa mezcla de sentimientos de bereberes, judíos, moriscos y gitanos que, siglos después, llegarían y se asentarían, listos ellos, en los arrabales de murallas y en las cercanías de las cárceles de la época. Historia, presente y futuro. Alegrías de haber sobrevivido al invierno y zarabandas de lo que se avecina.
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