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Un MUSEO es una bendición. Contra lo que pueda parecer son instituciones que, a lo largo de los siglos, han sabido adaptarse a los tiempos. Y lo han hecho mucho mejor que otras que se podrían presumir como más dadas a la evolución. Pues ni mucho menos es así. No son pocos los casos de personas que legan las mejores obras de su colección a un museo para su disfrute colectivo. Creo que en muchas ocasiones lo hacen cuando le ven las orejas al lobo de la muerte porque comprenden que el arte no tiene dueño y que lo que durante décadas han disfrutado sus ojos deben gozarlo también los demás. El hecho de que, de forma indefectible, se pueda disfrutar en algún momento del año de exposiciones en las que se reúnen obras de ilustres autores es un buen síntoma. La única frontera que le queda a los museos son sus propias paredes. Ceder las obras de forma temporal los hace más grandes, pues prolonga su recinto -y su prestigio- hasta cientos o miles de kilómetros de distancia.
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