El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
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Nos volvemos conservadores cuando tenemos algo bueno que conservar o, dicho de otra forma, cuando tenemos algo valioso que perder: amor, patrimonio, estabilidad, futuro. De pronto, la luz al final del túnel de la depresión que causó la pandemia se ha solapado con una guerra imprevista. No digerimos el horror de la invasión y de los bombardeos del Ejército ruso sobre ciudades ucranianas: lo que nos parecía lejano es extremadamente cercano de pronto. La vuelta a la normalidad tras el ataque vírico se ha visto dinamitada, y nunca mejor dicho. Sucede que desde 2007 o 2008 -cuando podemos datar el inicio de la llamada Gran Recesión-, el renacer de la economía se ha visto truncado por el Covid-19 y, cuando parecía que levantábamos cabeza, Rusia -sus gobernantes- decide que volvemos a la casilla de salida, y sin certeza alguna de cuánto esto nos va a dañar en la vida diaria, y hasta cuándo. Tras aquella crisis y la otra posterior y tan reciente, querríamos haber conservado lo que tenemos, o al menos nuestras esperanzas, pero tal empeño no está en nuestras manos, ya lo vemos. No sé si en la historia contemporánea ha habido en apenas quince años tres acometidas tan duras, y diversas: la del daño de las finanzas codiciosas, la de la epidemia global, la de las armas. Por mucho que queramos ser conservadores, la avidez, la naturaleza y el totalitarismo no nos dan respiro.
Entre estos acontecimientos sucesivos que han volado el proceso natural de crecimiento, inflexión del ciclo, decadencia y resurgir de la economía, la energía se encarece hasta niveles desquiciantes. Y la energía lo es todo, a la postre. El tránsito hacia las renovables tiene como enemigos a los oferentes del gas y del petróleo, que exprimen su negro limón a costa de la paz de la gente y del deterioro del planeta. Los países que -como Francia-ostentan gran capacidad de generación nuclear, limpia y barata, se ven a cubierto. El gas ruso amenaza a Alemania, motor indiscutible del proyecto europeo. La incertidumbre y sus hermanas, la escasez y la especulación, hacen que el coste de la vida de las personas corrientes se encarezca y paralice los proyectos de inversión, y también los de consumo y, por tanto, de los ingresos públicos. La propia inflación -el impuesto silente- que ya nos azotaba desde antes de esta guerra local, pero a la postre global, va de la mano de una subida de los tipos de interés -el precio del dinero-. Aunque nuestro presidente del Gobierno diga sin empacho que la gasolina de dos euros el litro es culpa de Putin: adicto a señalar a cualquier culpable que no sea su gestión, Sánchez dice lo que haga falta. Es su estilo, convertido en estrategia: reconozcámosle su enorme capacidad de resistencia. Pero esos son otros lópez. El asunto es inquietante más allá de nuestras fronteras.
Sin confianza en la economía, no habrá crecimiento, y sin él no habrá empleo, consumo ni producción, ni ingresos fiscales para sostener un Estado del Bienestar puesto en solfa de forma brutal. Un círculo vicioso para esta parte vieja del mundo que vive mejor que el resto, y que no es capaz de plantar cara -cara militar- a la agresión de las huestes de Putin, porque no da ningún miedo al gato panza arriba ex zarista y ex soviético.
No queda sino confiar en que el estrangulamiento económico de la potencia agresora -Rusia- convulsione a sus millones de habitantes hasta que se revuelvan contra sus dirigentes, una vez apagado el ardor nacionalista e imperial. En ese trayecto, todos saldremos dañados... o casi todos: en toda guerra hay quien se pone las botas, las de los muertos. Por eso, es urgente que el tiempo del daño sea el más corto posible. Es una cuestión de tiempo. Parar la guerra para conservar lo que tenemos, o quizá teníamos.
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