El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Retomando el último artículo, llegamos a conclusión de que el feminismo posmoderno niega la existencia del sexo como hecho biológico y lo enmarca en una mera construcción cultural que, como toda construcción, admite deconstrucción.
Esta concepción transgénero entra en pugna con el feminismo clásico que defendía a la mujer y sus derechos. Si el ser mujer o no serlo es una construcción cultural, que puede acogerse o abandonarse por la mera autopercepción caprichosa de cada cual y en cada momento, las feministas del siglo XX habrían luchado por reconocer derechos a no se sabe quién.
Feministas como Clara Campoamor, Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Federica Montseny o, más modernamente, Lidia Falcón habrían empleado sus vidas en defender los derechos de las mujeres que se creían mujeres, pero que podrían reconocerse como hombres. Del mismo modo que hombres de pelo en pecho pueden auto percibirse como mujeres en un plis plas.
Cuando el objetivo era que hombres y mujeres tuvieran los mismos derechos, el hombre vivía feliz porque los tenía y la mujer también, porque los había conseguido. Pero cuando el hombre comienza a olfatear que siendo mujer se le respeta la presunción de inocencia, se tienen más y mejores ayudas sociales, se imponen penas menores para los mismos delitos y, en caso de ir a la cárcel, puedes elegir el cumplimiento en una especie de presidio-harén y además, socialmente, deja de estar mal vista la pelambrera en el pecho y llamarse Inmaculada, auto percibirse mujer no tiene más que ventajas.
Por eso el feminismo posmoderno ha acabado con la defensa de la mujer y, cada vez más, aunque nazca un niño macho, se apuntará en el Registro Civil como hembra para lograr la igualdad de género, que no de sexo. Una Sodoma y Gomorra posmoderna en espera de la divina lluvia de fuego y azufre.
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