Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
el poliedro
En Poeta en Nueva York, Lorca decía que en aquella ciudad "no había más que un millón de herreros forjando cadenas para los niños que han de venir". Entonces estallaba el Crac del 29 que dio lugar a la llamada Gran Depresión y a un conflicto armado mundial. Ya en 1954, calada la boina que protegía su preclara cabeza, Josep Pla tiró de socarronería cuando lo pasearon por las avenidas exuberantes de luminarias de Manhattan, y soltó aquello de "Y todo esto... ¿quién lo paga?". Cabe hacer un cóctel contemporáneo de ambas citas, y preguntarse quién va a pagar nuestra Deuda Pública, que es una promesa de daño para las generaciones futuras, dado lo rampante de un endeudamiento estatal que no ha parado de aumentar desde 2007. Si utilizamos el indicador más objetivo (el porcentaje de tal deuda en comparación con el PIB), desde 2007 hasta hoy se ha doblado: si entonces rondaba el 35%, quince años después está en el 122%. Suele fijarse en el 100% del Producto el límite de lo razonable; es decir, de lo que un país será capaz de ir devolviendo con sus ingresos, sin quebrar. Traspasada esa línea roja -la de los números rojos-, la solvencia de un territorio es dudosa. Y eso, duele. Dolerá.
Enfoquemos en los españolitos. "Los niños que han de venir" van a pagar la manga ancha de urgencia y el desfase presupuestario que han traído el Covid-19 y la barra libre del BCE (puro dóping del sistema financiero, con la amenaza que promete cualquier vicio). En un mundo que transita de la brecha entre pobres y ricos a otra entre jóvenes y viejos, los que habitarán el futuro son los titulares inocentes de una deuda pública que deberán soportar con recortes e impuestos exigidos por el Estado al que pertenecen... como convidados de piedra que, además, acaban pagando la cuenta de otros. Los españoles del futuro carecen de voz y de voto sobre el desequilibrio entre el activo y el pasivo (el patrimonio) que heredarán de sus antecesores. El hijo de un gran amigo lo dice sin poesía, pero con una rotunda razón económica: "Se legisla a favor de los que votan, y en detrimento de los que no votan o no han nacido". Probablemente, estamos ante el germen de una quiebra generacional (un germen del tamaño de un dinosaurio). La Agenda 2030 no sólo pretende objetivos ambientales, ¡también de deuda! Y resulta insostenible que quien ostenta el Gobierno prometa en estos tiempos de zozobra mayores prestaciones a fondo perdido por mor de un funambulismo de pactos legislativos.
Nadie, en general, está en contra de que las pensiones sean dignas ni de que los mayores mantengan su poder adquisitivo: pero, de pronto, estalla al galope la inflación, y resulta inviable vincular al IPC las pagas de retiro -como es Ley desde el año pasado-. Las pensiones son otro caso de solidaridad intergeneracional: no paga su retribución pasiva mensual quien cotizó, sino que lo hacen quienes están o estarán en edad de cotizar y tributar (en caso de cotizar y tributar, claro es). Con la actual esperanza de vida y nivel de prestaciones sanitarias, el sistema de pensiones crece en gastos; y mengua en ingresos dados nuestros niveles de desempleo juvenil. ¿Quién cubre el desajuste? Los contribuyentes, eso es fijo, y un hipotético crecimiento económico. O lo garantizan la empresa próspera y empleadora (no la extractiva u oligopolista, pero ésa es otra cuestión), además del IRPF y el consumo de los trabajadores... o fatalmente lo deberán cubrir los impuestos. Resulta, pues, más que inquietante que nuestro Gobierno comprometa más deuda pública en estos graves momentos, para seguir en su huida hacia delante, y de paso agenciarse unos miles de votos a corto plazo. Ignorando a los "niños que han de venir". "Esto, ¿quién lo paga?". El que viene detrás, claro: ése, que arree.
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