Manuel A. Glez. Fustegueras

Un ateo ante la Semana Santa de Jerez: entre incienso, tradición y contradicciones

No hace falta creer en Dios para emocionarse ante una saeta que se rompe en mitad del silencio. Tampoco para reconocer que la Semana Santa de Jerez es una de las expresiones culturales más poderosas del sur de España. Pero cuando uno la contempla desde fuera de la fe -como un ateo que observa sin necesidad de trascendencia-, lo que aparece es una mezcla compleja de belleza, tradición, contradicción y fascinación antropológica.

Porque si algo tiene la Semana Santa de Jerez es potencia. La ciudad entera se transforma: las calles se llenan de pasos que caminan con solemnidad entre nubes de incienso, bandas que tensan el aire con cada golpe de tambor, y miles de personas que asumen un papel activo, ya sea como costaleros, penitentes, cantaores o simples testigos. Y es entonces cuando, incluso desde el escepticismo, uno empieza a comprender que aquí se está ante algo mucho más profundo que un simple evento religioso.

Desde fuera, lo que más sorprende no es tanto lo espiritual como lo escenográfico. La perfección con la que todo está medido -la luz, la música, los silencios- convierte cada procesión en una obra de arte colectiva. Y, sin embargo, también es inevitable que a ojos de alguien no creyente surjan preguntas incómodas: ¿qué papel juega realmente la religión en todo esto? ¿Dónde termina la fe y dónde empieza el folclore?

Porque hay un momento, casi inevitable, en el que lo sagrado parece diluirse entre el turismo, los móviles en alto, los palcos reservados y el ruido de las terrazas. Esa convivencia entre lo íntimo y lo masivo a veces roza la incoherencia. ¿Puede una manifestación espiritual sobrevivir cuando se convierte en espectáculo? ¿Hasta qué punto se está adorando a un Cristo o simplemente celebrando una costumbre?

Otra contradicción evidente es la disonancia entre el mensaje evangélico que supuestamente se conmemora -humildad, pobreza, compasión- y la ostentación que rodea muchas de las cofradías: bordados de oro, pasos valorados en millones, rivalidades entre hermandades, cuotas de pertenencia. Desde la mirada crítica de un ateo, no deja de parecer un poco irónico que tanto esfuerzo, tanto dinero y tanta devoción se inviertan en la representación estética del sufrimiento de un dios en el que no todos creen, mientras a escasos metros siguen existiendo realidades sociales muy duras, mucho más terrenales.

Y, sin embargo, a pesar de todo eso -o quizá también por eso-, la Semana Santa de Jerez conmueve. Porque es un reflejo honesto de lo que somos: una mezcla de tradición, contradicción, comunidad y necesidad de sentido. No hace falta creer en los dogmas para ver que aquí hay una pulsión profunda, una necesidad de encuentro y de expresión que atraviesa la historia y la estética.

Como ateo, me resulta imposible participar desde dentro, pero también sería un error quedarme completamente fuera. Porque lo que ocurre en Jerez durante estos días no es solo una manifestación religiosa: es una forma de habitar el tiempo, de reinterpretar el dolor, de celebrar la identidad. Es, al fin y al cabo, un acto colectivo de pertenencia.

La Semana Santa de Jerez no me convierte ni me convence, pero me interpela. Y en estos tiempos, eso ya es mucho.

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