Felipe Ortuno M.

Conciencia

Desde la espadaña

28 de agosto 2024 - 03:04

Derecho a la conciencia, obrar en conciencia, decidir en conciencia. Los totalitarismos históricos se han encargado a lo largo de la historia de eliminarla en nombre de la ideología dominante. Cada vez que se ha apelado a ella ha sido triturada deliberadamente.

No ha cambiado mucho la historia. Los poderes establecidos la siguen persiguiendo en nombre de una falsa lealtad política impuesta: normas arbitrarias, corrección política, lenguajes instituidos, eslóganes morales y un largo etcétera de dudoso gusto. Hoy, siguen queriéndole arrancar al individuo la esencia misma de su ser, esto es, su conciencia. En un mundo narcotizado por el absolutismo seudodemocrático la conciencia sigue siendo el espacio libre que permite decidir más allá de lo estructuralmente razonable, aceptar o no el borreguismo de la manada o la ruptura a cualquier alambrada que quiera conculcar la dignidad.

Ya Antígona, dando entierro a Polinices, fue fiel a su conciencia familiar antes que al poder omnímodo del tirano. El conflicto entre libertad y dignidad queda resuelto en la conciencia firme de hacer lo que se debe, por encima de cualquier conveniencia del poder. La llama de la conciencia lleva a Antígona a la senda que debe recorrer, al largo y tortuoso viaje de la decencia. Tener conciencia es aceptar los dictámenes de los valores recibidos, defenderlos y llevarlos hasta las últimas consecuencia, hasta trascender el ser, hasta la plenitud del sentido, que es lo que, en verdad, aporta al hombre la legítima libertad.

Por eso prefiero el fracaso de la conciencia al aplauso de la plebe o del tirano, que es lo mismo. Es trágico que así sea, pero la tragedia es, a veces, más digna que la aceptación de la injusticia que todo estado de poder pretende imponer al ciudadano. Sófocles, entonces, lo dejó claro; y sigue siendo actualidad todavía. Tener conciencia, pues, significa aceptar el precio que sea cuando se lucha contra cualquier ominosa ley. El hombre que tiene conciencia arriesga la vida al máximo, porque es en el bien supremo donde descansa su vida y no en la reducida ley de los mínimos. Se es, y se es hasta el final. Ponte en manos de la conciencia, y luego me dices a dónde te lleva. Si es que verdaderamente quieres escucharla. Una vez oída la voz interior verás a qué alto lugar te lleva, por más que el sufrimiento forme parte de su trayectoria.

El ser humano es capaz de acceder a las cotas más altas y a los infiernos más crueles del horror. Pero en nuestras manos está el optar, como Antígona, por el camino de la libertad o el de la esclavitud, por el de la verdad o por el de la estulticia, por el progreso o por el retroceso al que nos vemos abocados. El comportamiento ético no sale de las leyes promulgadas del Estado-Poder, sino del interior que cada uno lleva y ante el que toca responder inexorablemente, la conciencia. La realidad que nos circunda con su cuerpo social, político y jurídico, necesita de una conciencia que salve la verdad, que nos descubra a nosotros mismos, que nos devuelva al origen de dónde venimos para seguir siendo lo que somos, hombres de conciencia que buscan en lo justo la razón suficiente y necesaria. No podemos claudicar.

El hombre es un ser de principios, tiene conciencia y no es una masa errabunda de sin sentido, por más que quieran y deseen erradicarlo desde las instancias de poder. Me uno a Antígona, que, como heroína, es capaz de desafiar al poder y a la arbitrariedad de sus normas. ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’, que dijo Pedro ante el tribunal. Y yo con él, sin duda. Afirmo, por tanto, que por encima de las leyes del Estado está la ley de Dios y la ley que dicta la conciencia, la que exige anteponer los lazos familiares, como Antígona, al decreto de Creonte. Aunque ese acto de desobediencia civil conduzca a la muerte: ‘porque quien pierda su vida por mí la encontrará’ (Mt 16,25ss.).

El sistema político democrático, por muy perfecto que se considere (y no es el caso), no produce la verdad. Es la verdad la que produce la democracia, no al revés. Hoy, en que nos encontramos manipulados por el poderoso, la democracia se ha convertido en la ley del más fuerte y en instrumento de la tiranía. Nos queda la conciencia, la libertad interior de la disidencia, la fuerza suprema que no se deja vencer ante nada ni nadie. Todavía tenemos la posibilidad de preservar el dominio espiritual contra el que no puede actuar ningún Creonte de turno, ni ley enrevesada que se promulgue por más que la quiera justificar el Tribunal Constitucional al uso.

Queda en nosotros la posibilidad de dormir con una buena conciencia. No olvidemos esto: la buena almohada de ser fiel a uno mismo, de actuar en lo que dicta la conciencia y en ser libres más allá de los barrotes que imponga el sistema ideológico de turno. Llevamos un hombre dentro del pecho que dicta con amor lo que ha de hacerse. En un mundo vendido a lo externo y apático, la conciencia puede ser el resorte de la esperanza y el argumento que necesitamos para la redención de las virtudes y el humanismo. Llamo, pues, a despertar la conciencia, a recuperar la justicia y, sobre todo, a reconquistar el destino de una sociedad cada vez más perdida en los medios y olvidada de los verdaderos fines que la justifican. La sociedad necesita rearmar la conciencia, retomar el sentido común para darle sentido a todo. Libertad de conciencia, sobre todo.

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