
El Poliedro
Tacho Rufino
País
Desde el Areópago
Durante muchísimo tiempo he escuchado a una gran cantidad de personas que, a la hora de hablar de su fe, manifestaban abiertamente y sin anestesia que se consideraban creyentes pero no practicantes; y que ese ser creyentes sin practica religiosa es más que suficiente para tener una buena relación con Dios. Sinceramente, ya me he cansado de escuchar semejante frase sin sentido. Y, encima, teniendo que esbozar una sonrisa como si tuviéramos delante a una persona coherente y profunda en sus convicciones de fe. A ver, ¿qué piensan ustedes de ese matrimonio que dice con su boca que está profundamente enamorado el uno del otro, no paran de decirse que se quieren y se aman, y luego no practican en la intimidad física ese amor? Qué desastre de matrimonio, ¿no? Estoy seguro de que uno de los dos rápidamente dirá: "¡Dime menos que me quieres y practica algo más, corazón mío!". En el amor, en la amistad y en la fe, los amantes no practicantes no sirven para nada, y encima creo que se pierden lo mejor. Con Dios sucede lo mismo. Un creyente no practicante, que no va a Misa; que no va a la Iglesia; que no tiene trato con Dios; ni es creyente ni es nada de nada. Y, como con los amantes, se pierde lo mejor: experimentar el abrazo de Dios que te envuelve toda el alma, llenándola de amor , fuerza y paz para el camino de la vida. Otra variante que no conduce a nada son los practicantes no creyentes, que no paran de practicar pero, en realidad, ni creen ni aman a quien tienen enfrente. Ni en el amor ni en la fe valen para nada esos modelos: Dios es creyente y practicante. Dios te ama; cree en ti aunque nadie lo haga y quiere volcar en obras y gestos de amor lo importante que eres para él. Así que ya sabes, el creyente de verdad o practica o se pierde lo mejor. Resuene en tu corazón ese piropo de amor que Dios lanza a través del profeta Isaías: "…Y es que tú vales mucho para mí y te amo… No tengas miedo, porque yo estoy contigo".
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