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Todos los años se repite la misma liturgia. Los Presupuestos Generales del Estado salen adelante gracias a la subasta de votos vascos y catalanes. También, a veces, de canarios, aunque de forma menos grosera, y de un tiempo a esta parte de otros advenedizos, como Teruel Existe. Curiosamente, los representantes políticos de los intereses de los andaluces, los más numerosos y sin los que nada de esto podría ocurrir, ni pestañean. Para este año, los catalanes ya habían conseguido recoger en el anteproyecto sus pretensiones económicas, por lo que han acudido a la subasta con objetivos de otra naturaleza (la regulación de la sedición). Los vascos también prometen su apoyo a cambio de la renovación, sin modificaciones, de la ley reguladora del cupo de 2017 que, por procedimiento similar, consiguieron sacarle Rajoy.
Los catalanes también quieren un cupo, pero saben que es poco probable que en el futuro se den unas circunstancias tan favorables para conseguirlo. El cupo vasco, o el pufo vasco, como lo renombró con éxito Mikel Buesa en 2007, significa pagar menos impuestos y recibir más. ¿Por qué? Pues por ser vascos y porque lo consiente el resto de los españoles. No hay otra razón, por mucho que se disfrace de derecho histórico.
Los hechos se remontan a 1876, al final de la tercera guerra carlista. Tras el desmantelamiento de las administraciones públicas en los territorios derrotados, se encomendó temporalmente (durante ocho años) a la diputaciones vascas y navarra de la época la recaudación de impuestos. La acomodación a lo provisional terminó por convertirse en privilegio habitual, hasta que en 1937 Franco lo mantuvo en Álava y Navarra en compensación por su lealtad y la transición a la democracia lo restituyó en Guipúzcoa y Vizcaya.
El cupo (concierto vasco y convenio navarro) es la cantidad que el País Vasco y Navarra transfieren al Estado para cubrir el coste de los servicios no transferidos. La minoría del PP en el Congreso llevó al gobierno de Rajoy a pactar con PNV un concierto para el periodo 2017-2021, que se acaba de renovar. Imagino a los funcionarios de la hacienda estatal y autonómica de entonces, reunidos en sesiones no demasiado transparentes para torturar las cifras hasta hacerlas cantar los que sus jefes políticos habían acordado. La cantidad se determina mediante la estimación para los cinco años de vigencia de la ley de la (infra) valoración de los servicios que presta el estado a los ciudadanos vascos y navarros, de la desviación en el déficit púbico del Estado y de la recaudación por IVA a partir de indicadores que sobrevaloran el consumo en esos territorios. El resultado fue un volumen de recursos anuales (1.300 millones) que se estima tres veces, al menos, inferior a lo debido, además de vicios injustificables, como la negativa a contribuir a la solidaridad interterritorial.
Los privilegios vascos y navarros se financian con el perjuicio del resto y la complicidad de todos los partidos, salvo excepciones, como Ciudadanos y Compromis, pese a lo cual el lendakari vasco se permite el descaro de criticar por dumping fiscal a las comunidades cuyos gobiernos entienden que bajando impuestos pueden mejorar su competitividad.
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