Roberto Scholtes
La nueva oportunidad para Europa en la IA
Si algo caracteriza a los tiempos veraniegos que corren, es la permisividad, la falta de pudor y la libertad entendida en la más trascendente de las acepciones. Aquella que hace de su capa un sayo y permite enfrentarse al mundo sin remilgos enseñando cuerpo. De ahí que estemos asistiendo a la dictadura de la desnudez corpórea dentro de los cánones no ortodoxos, al desfile de tatuajes que son punto de mira de espectadores y sobre todo la de tangas interglúteos que no hacen sino naturalizar el físico por encima de prejuicios de obesidad, de estrías o de flacideces.
Está claro que veranear en Écija no es lo mismo que en Berlín, ni que pasear por Valdelagrana o Nerja tiene el mismo nivel de secreción de testosterona visual que en Galicia o Islandia. No en vano, el avance de la civilización se encamina hacia el predominio de lo superficial y de lo mundano, hacia el poder del físico en detrimento del valor de la mente y la razón, sin que eso signifique coacción ni menoscabo a la neurona. Ante esta amalgama de motivaciones, lo cierto es que las ciudades con playa y los pueblos de costa tienen las de ganar porque es mucho más factible que los miramientos que se tienen sobre las veleidades de cuerpos tostados o de músculos adornados tengan más favores que el devenir blanquecino de pieles nacaradas o músculos desvencijados.
Por eso, la geografía de interior, la de los cuarenta a la sombra, las calles alquitranadas, los bares cerrados a mediodía y las fuentes de agua caliente para guiris, no puede presumir de todo aquello que se embellece cuando la canícula y la sudoración hace su agosto. El desfile de piel con melanina y cuerpos adornados a modo de pinturas rupestres ostenta la exclusividad en espacios abiertos en playas, ríos y lagos, aunque las piscinas hagan de sucedáneo. Lo demás es teoría sobre la conveniencia o no de tener playa en Jerez, Sevilla o Córdoba.
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