Enfrentamiento perpetuo

No es un juego, pero se le parece. No es una forma de vivir, pero se le aproxima. Nos estamos acostumbrando a la continua confrontación entre personas, barrios, ciudades, equipos de fútbol o países. Nos acabamos especializando en la contienda para poder sobrevivir porque de otra manera parece no haber solución. Lo duro es que nos estamos percatando de la fuerza grandilocuente que encierra una buena hostilidad llevada a su extremo para hacer ver que las cosas van por el camino de la disputa. No en vano, somos los mejores en las desavenencias cotidianas, aunque seamos incongruentes con los principios en los que se enmarcan. Enfrentarse o morir. La mala educación y lo contrario del sentido común al servicio de la supervivencia. Enfrentamientos deportivos en los que un clásico de copa del Rey monopoliza la vida de miles de aficionados al fútbol, y que, a menor escala, aparece reflejado en el morbo existente en el partido entre equipos jerezanos que no se pueden llevar bien por motivos que nadie conoce.

Y todo ello, alimentado tras una semana post santa que, sin solución de continuidad, llega con enfrentamientos entre vecinos y moteros por culpa de los decibelios y el olor a gasolina y que llega fomentada de forma vergonzosa por los choques procesionales entre hermanos mayores de seudohermanos en la fe, las luchas mafiosas en los plenos por la situación de las casetas de ferias en función del color político que gobierne o los enfrentamientos y manifestaciones entre la escuela pública y la privada por los derechos de los más pequeños. Es la competición llevada a sus últimas consecuencias.

Lo cierto es que se está perdiendo el espíritu olímpico y el desencuentro adquiere tintes de notoriedad por querer ganar siempre. Sadomasoquismo social del bueno y dudosa solución cuando los oponentes están por la labor y encima parece que hasta disfrutan.

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