El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
el poliedro
Hace ya algún que otro año, Curro Ferraro –consejero editorial de esta casa y arquitecto del plantel de colaboradores de esta sección– publicó una colección de artículos de prensa suyos, y llamó al libro Economía razonable. Al pronto, según recuerdo, me dije que, puestos adjetivar a la economía divulgativa, le hubiera venido mejor “razonada” en vez de “razonable”, pero no hay que jurar que se trata de un juego con las palabras: se razona lo que sucede, y, del otro lado, se renuncia por principio a asegurar milagros, ya que si algo debe ser pragmático y posibilista –razonable– eso es la economía. Lo demás es birlibirloque y tararí. Como me gustó lo de “razonable”, pero al mismo tiempo no podía uno prescindir de su propensión a “bajar la pelota al piso”, que se dice en fútbol, de vulgarizar lo que a tantos en las columnas económicas parece oscuro, intrincado, sofista, si no pedante e inútil; pues como decía, como me gustó “razonable” pero me agarraba a hacer masticable la economía a algunos lectores de prensa, al poco de aquel libro de Curro puse como lema de un blog que mantuve aquí (“¿Quién da la vez?”) “Economía razonable para todos los públicos”.
Lo que viene enlaza con este párrafo recordatorio. Es un apunte costumbrista con cierto ánimo microeconómico –la economía de las criaturitas– más una pizca de marketing y de finanzas, ambas de batalla. ¿Es la trivialidad con afán pedagógico el refugio del economista “con pies de barro”? Como sostenía Rubiales que le respondió Jenni a su propuesta de ¿“un piquito?”, y con ese mismo tonillo, respondería: “Vale”. (También así acaba El Quijote, y ahí lo dejo.). Agua va.
Recuerdo que, para comenzar a financiar los viajes de fin de curso de los hijos, había por estas fechas tres cursos de acción, que podrían ser algunas más si combinamos los modelos básicos, a saber:
1. Que el niño colocara cajas de mantecados a sus familiares, y el resto del coste de ir a Mallorca lo apoquinaran sus padres. Era una suerte de crowdfunding, donde había un benefactor principal, el progenitor, y en menor grado, la parentela. Los mantecados duraban en alguna despensa una media de seis a ocho meses, en particular los alfajores, roscos de vino y polvorones, que a la altura de agosto eran una delicatessen sadomasoquista.
2. Que los padres sablearan a sus allegados sin compasión ni miramiento, teniendo en cuenta que, al menos en mi entorno, pocos connoissieurs del ramo apreciabanEl Patriarca, que era la marca que se trabajaba tal marketing escolar, incluida la captación del profesor/prescriptor y no sabemos si comisionista. A algunos, la opción #pormichiquillomato nos parecía un acicate para no ir a las horas clave a tomar café ni a achicar espumosa a los bares del barrio escolar desde octubre a Fin de Año (se trata de un evidente efecto freakeconómico y de una externalidad: la paga el inocente tabernero). Algunos pedagogos irónicos se defendían: “Te pago la comisión de tu mayor; y no me des la caja, que se me caducan y me engordan. Para engordar, prefiero queso viejo”.
3. Que los padres pagaran el viaje a sus hijos, como es su obligación. Y los niños, a estudiar, ligar y jugar, mejor que a analizar estrategias de venta prospecto en mano, o hablar de stocks, líneas y gamas de mercaderías, plazos de aprovisionamiento y entrega, “fijos y variables”. Los angelitos. Recuerdo a un profesor –un tipo fino– que le decía a otro, a la sazón, el jefe de ventas y delegado en el colegio: “¿Qué, desarrollando competencias de emprendimiento en los chavales?, ¡pero si tú eres de Cono y de Historia, Joselu!”. Y se partían el pecho ellos dos, y los de al lado.
Y colorín colorado, este artículo cuyo envoltorio no brilla en la web… se ha acabado.
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