Entrar por el aro

Si el famoso barón levantara la cabeza se caería hacia un lado del ataúd versallesco o de la silla victoriana al ver el cacao de Olimpiadas que se celebran en los albores del siglo veintiuno. Se le caería la cara de vergüenza y se le caería la baba por las comisuras labiales antes de articular palabra alguna ante el desconcierto y la catatonia visual y emocional de ver lo que vería.

Aunque veamos las olimpiadas desde la distancia, lo cierto es que se nos hace todo un poco empalagoso a estas alturas. Lo de que lo importante es participar ha quedado ya obsoleto. Lo de que las naciones creen en el deporte no se lo cree nadie. Y aquello de que el esfuerzo patriótico es el ejemplo para los niños y las niñas ya no cuela. Está claro que las culturas que aman el deporte, creen en el sacrificio, y valoran el esfuerzo son las que lideran el medallero.

Independientemente de sus colores políticos. Por ello, no es lo mismo ser atleta de un país o de otro. Igual que no es lo mismo haber tenido la suerte de haber nacido en Palestina, en Israel, o en Ucrania.

Está claro que el espíritu olímpico se basa en el dinero y en el marketing publicitario de quienes dominan las esferas geopolíticas y deportivas del planeta. Muchas veces nos paramos a pensar en aquello que hace que el azar sea importante. No es lo mismo ser deportista blanco que negro, en según que disciplinas, ni ser abanderado de lujo que comodín para las pasarelas. Por lo tanto, no es lo mismo que atletas conocidos estén en los centros de alto rendimiento o que tengan que entrenar en la playa de Tarifa o en la dársena del Guadalquivir. Los resultados son significativos.

Ahora nos explicamos el por qué de muchas de las dudas sobre los resultados de las competiciones. Ahora conocemos los subterfugios que enredan los deportes en muchas categorías. Lo duro es que cuando éramos jóvenes nos lo creíamos y ahora hemos alcanzado el más allá de los desengaños.

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