Felipe Ortuno M.

Envidia, otra vez

Desde la espadaña

09 de octubre 2024 - 03:07

En mayo escribí sobre la envidia refiriéndome a un personaje anónimo por ver si comía ajos y se picaba; pero no ocurrió. Vuelvo a hacerlo por causa de una faena que los mediocres han procurado a mi sabio amigo Stefano, que, al no soportar su excelencia en el trabajo, quieren denostarlo con malas artes y peores maneras. “Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado” escribía Fray Luis de León refiriéndose a la cárcel que tuvo que soportar a causa de aquellos que sufrían celos por su buen hacer. Hay quien no tolera el éxito ajeno y se reconcome el hígado por no ser poseedor de este.

¡Qué detestable y rastrera es la envidia! La del que no ve y se ciega por el deseo y anhelo hacia la cualidad del otro. Ciertamente es odiosa y demasiado frecuente, incluso en ambientes que se suponen debieran ser ejemplares, lo mismo en ministros sagrados que seculares. Comenzó la siembra en Caín, y ahí andamos, todavía, en el cainismo desaforado de quien no reconoce lo bueno en nada y es ingrato en todo. Sigue la envida anidando el corazón del hombre y culpando al otro de la propia desdicha; quizá para justificar la propia ineptitud. Porque en la envidia cabe la total contradicción del orgullo y la miseria ¡Qué pequeñez tan grande cuando no se reconoce el bien ajeno! ¡Y qué miserable aquel que se alegra del mal del prójimo por ánimo avieso y satisfacción morbosa!

De esta gente se puede esperar todo: calumnias y artificios hasta provocar estragos. Huye, si puedes, de quien asome por esos lares y riveras, que no es de fiar. ‘La envidia de la virtud hizo a Caín criminal ¡Gloria a Caín! Hoy el vicio es lo que se envidia más’ (Machado). Huyamos pues de ese estar siempre buscando el mal ajeno, de no dejar de comer y no comer tampoco, como perro de hortelano. Vicio y desgracia unidos, atados a una pena infranqueable que mata más a quien la lleva que a quien envidia; porque acuchilla el alma antes que el cuerpo, y por ahí debe de andar el pecado contra el Espíritu Santo, que según dice la Escritura es el único yerro que no tiene indulgencia.

Ese modo de ser en crítica constante denota envidia; ese minimizar a quien tiene éxito con comentarios dañinos; ese estar machacando y denostando sin parar no es sino reflejo de la desazón que tiene quien lo hace por no saber llegar donde desea. No hay aquí sino egoísmo, soberbia y maldad. Una digestión mal hecha de su propia personalidad, que no admite siquiera que haya alguien con más capacidades que uno. En el fondo, reflejo de su baja autoestima que lo tiene muertecito de desazón por no reconocer el esfuerzo y talento que los demás poseen ¡Triste, muy triste! ¡Quién pudiera arrancar semejante grama que tanto estorba al buen terreno!¡Mala hierba!

Existe este tipo de personajes: inertes, agresivos y rencorosos, dispuestos a la gresca y la maledicencia, esos que te encuentras por la calle y miran con ojos de lobo, con tanta envidia que si pudieran te mataban; porque se alegran del mal ajeno y disfrutan del tropiezo del prójimo. Así, de este modo, se destruye el talento, así la desdicha del envidioso, creando odio y carcomiendo, como la polilla, los fundamentos de la dignidad.

Si el envidioso encuentra a un triunfador, tenga cuidado éste, porque de cualquier modo intentará derribarle la gloria conseguida con tal de satisfacer su miserable pequeñez. Y así siempre, indigestándose por la suerte ajena; quizá porque sea el modo que encuentra de satisfacer el odio que tiene por la suya propia. Paradójica manera de vivir, codiciando lo ajeno y alegrándose de su mal. Aunque parezca mentira que pueda darse esta perversión tan bajuna, florece, sin embargo, continuamente entre las clases refinadas y cultas, si bien, con sigilo y maña, con una violencia envolvente y sutil, que bajo capas de otras emociones lleva la daga más envenenada y mortal que existe ¡Cuidado con las exquisiteces fingidas! ¡Ojo con la hipocresía, que al fin y al cabo no es sino hija de la envidia, tanto como lo es el odio o la mentira!

Todas hijas de su puñetera madre. No hay ser humano que no haya tenido alguna vez el zarpazo de esta emoción negativa. Pero la educación y la virtud, la trascendencia y la interioridad llegan a armonizar los sentimientos y a elevarlos a nivel de dignidad. De otro modo, quedan enquistados y se desarrollan de manera salvaje (si hacemos caso a Rousseau) hasta llegar a la degeneración y la estulticia. Para eso está el tratado de virtudes, la moral que se recibe y la conciencia que se ejercita, que es lo que, en definitiva, humaniza y hace de la persona un ser generoso; siquiera sea por darle alas y entidad al trozo de carne que somos sobre la tierra.

Las emociones que aparecen son potros salvajes a los que hay que dominar con brida, de lo contrario terminan con el jinete en el precipicio. Nadie puede negar la envidia que en algún momento tuvo, nadie el sentimiento negativo que confunde; pero está la educación, los grandes ideales y la sublime referencia de Alguien que eleva la humanidad. De eso se trata, de domar la fiera que llevamos dentro para que no haga los estragos que quiere y se amolde al alma noble que anida en cualquier ser humano que se precie.

Da lástima tener envidia, porque donde reina no puede haber virtud, ni agradecimiento ni alegría. Quien la tiene lleva ya en sí la penitencia de no gozar con el bien ajeno, ni siquiera con el propio ¡qué pena! Malo es cualquier pecado que corroe los sentimientos, pero me pregunto si habrá alguno peor que la desazón de quien nunca es feliz por causa de la envidia que le genera la felicidad ajena ¡Qué tortura vivir en un sin vivir porque los demás viven!¡Vaya tela!

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