Felipe Ortuno M.

Escalichaos, menesterosos y sintecho

Desde la espadaña

26 de junio 2024 - 03:06

Despertarse bajo el techo de una casapuerta es querer volverse a dormir. Un sintecho ve el edificio en el que le gustaría habitar y huele el desayuno que imagina comer. Hay en su amanecer una especie de muerte de cada día dánosla hoy, un sinfín de esperanzas dejadas en el sueño y una realidad que no quiere ni desea. Rodeado de todo lo inalcanzable comienza su andadura de cartones doblados y desazón. Una moneda de ayer le servirá para un tetrabrik de tinto Don Simón que le devuelva al sueño de la existencia. Comenzará a caminar con tufo y tendrá que soportar el rodeo esquivo del paisanaje que teme tocarle la mugre. El desaliño de su indumentaria y el macuto de exiguas posesiones apartarán de su camino a los niños que van al colegio. El agua estancada de la fuente pública, dedicada a algún ilustre ciudadano, servirá, en todo caso, para aliñar la enramada mata de su pelo, refrescar el cutis de su intemperie o aliviar de un sorbo el mal aliento de su boca. Ya se sabe que la noche deja sabores amargos cuando el hipo del llanto atrapa el aliento.

Un menesteroso de la calle es una ficha perdida del tablero que jugamos, un espejo roto de nuestro propio reflejo, un pájaro solitario que desentona con su trino y nos deja al borde de la dignidad escalichá. La calle, ese espacio de todos que es de nadie, pertenece al sintecho; porque la rúa contiene las estrellas de la noche o el reflejo mortecino de la luna, el húmedo relente de la penumbra y el escaso calor de los portales. En la calle, los sintecho cabalgan a lomos de lo imprevisible y sueñan con una imposible madrugada. Tienen la rica nada por bolsillo, la fabulosa posesión de una libertad que no reconocen y el hambre de todas las esclavitudes que les poseen. Pobres de sí mismo, con la mirada perdida de su propia pérdida, la penuria del juicio y el desprecio de muchos cuantos pasan. Sólo saben del platillo limosnero de la provisionalidad que les basta para el vaso de la jornada y el chusco que apenas alimenta.

Sin rumbo, sin sentido, sin nada que perder o ganar, esclavos, sin embargo, del portal y la caja de cartón que resguardan del relente. Se alimentan del humo de colillas, mordisquean sin dientes el mendrugo de las sobras y, lo que es peor, deambulan vacíos arrastrando el duro peso de sus quebrantos. ¡Cuántas veces el ángel me decía: “Alma, asómate agora a la ventana, ¡verás con cuánto amor llamar porfía”! Rostros cetrinos y arrugados, deambulando por un camino sin horizonte, ni falta que les hace, porque así lo quieren, con la esperanza reducida al aquí y el ahora de su miseria.

Suelen colocarse en los pórticos de las iglesias, especialmente los domingos cuando perciben desde lejos el sonido de alguna moneda dadivosa. No entran, como si les diera miedo, y se agazapan, tras la cancela, atentos al Ite Missa est. Saben las horas y se reparten el recorrido que les asegura el poco sustento que necesitan. Pobres de solemnidad, de vida tanto como de dinero, orgullosos de su anarquía por la que no permiten que ninguna institución les ampare.

Imposibles de entender, aman su desaliño, la calle que les maltrata y la rabia que les sustenta. Sólo son dueños del aire que respiran o de la marquesina de un cajero del que no pueden disponer. Los oigo hablar en solitario, discutir acaloradamente con el fantasma que los acompaña, agitar las manos con ese otro yo que nadie ve, y quizá sea con el único que socializan. Perciben las miradas burlonas, y hasta se encaran ásperamente con quienes así les tratan; y es ahí donde veo cómo les sale esa pizca de dignidad perdida que recuperan con el dolor de quienes les hieren. Insultan, sí, blasfeman, sí, gesticulan groseramente, sí, sin educación, sí… ¿para qué la quieren si son cuerpos que lleva el río? Les sale de dentro el desamor con el que nacieron, y, como si lo actualizasen, se lo recordamos en cada encuentro desabrido con nuestras incomprensiones.

Tienen muescas en el corazón, señales de dolor en el cerebro que les va royendo la piel, que les va llagando poco a poco y los tiene así, sumidos en una tristeza loca y en un andar pesado y taciturno por las calles de nuestra ciudad. Pobres de solemnidad, escalichaos, personajes peculiares, decorados de nuestras percepciones que sirven de señalamiento o de chivo expiatorio a nuestra propia conciencia. Para eso están, para ser contrapunto de lo que somos y conformidad por no haber llegado a ser como ellos ¿quién sabe? ¡es tan fina la línea que divide a unos de otros, tan imperceptible la diferencia entre su debilidad y nuestra impostura! ¿No irá una parte de nuestro yo en ellos?

Sus cuerpos proyectan la misma sombra que la nuestra, su sol es el mismo sol, la lluvia la misma lluvia ¡Que Dios los ampare! ¿Me das para un café? - me dice Macu- Y le doy una moneda. ¡Gracias, hermano! -me contesta. Y si algún día no le doy nada, replica: Menos da una piedra. Y se va a desayunar la litrona que guarda escondida entre sus avíos, a compartirla con quien espera, como ella, el trago consolador de la mañana. Yo no sé dónde duerme. Debe ser a la intemperie, en una casa semiderruida o vaya usted a saber dónde, porque lleva sobre su pequeña figura el bulto de una manta raída, el desgaire de haber pasado toda la noche al amparo de las estrellas y un perro, que le da el latido que necesita.

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