El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
El valenciano Blasco Ibáñez en la conocida novela “La bodega” plasma en 1905, de manera descarnada, la patética situación en la que vivían los jornaleros que trabajaban en las viñas jerezanas en torno a principios del siglo XX. En un momento de su relato establece un contraste entre la mísera morada que habitaban aquéllos dentro de la finca Marchamalo y la lujosa decoración con que su dueño, Dupont, había dotado a la aledaña capilla, para la cual había “encargado a los santeros de Valencia varias imágenes deslumbrantes de colorines y oro”. Más allá de la crítica, y de la visión peyorativa que el escritor manifiesta sobre sus paisanos imagineros, nos interesa el testimonio de una persona que consta que había visitado la ciudad algunos años antes y que refleja una realidad de la queda un buen número de ejemplos escultóricos.
Con la Restauración borbónica se produce un resurgimiento de lo religioso en España, y lógicamente en la propia Jerez, con lo que ello supone de vuelta de antiguas órdenes religiosas, instalación de otras nuevas y recuperación del alicaído movimiento cofradiero. En este contexto, y aprovechando la inexistencia o irrelevancia de los talleres locales y sevillanos, alcanzan una significativa demanda los entonces prestigiosos talleres valencianos de escultura religiosa. Es ahí donde sobresalió la figura de Vicente Tena Fuster.
Redescubierto aquí su nombre en 2009 por Antonio de la Rosa Mateos como autor del misterio del Ecce Homo de la hermandad del Mayor Dolor, ahora tenemos la oportunidad de profundizar en su trayectoria a través del libro “La Casa Tena. Un segle d’imatgeria valenciana” de Juan Bautista Tormos Capilla, que acaba de ser publicado en una cuidada edición por la Institució Alfons el Magnànim. Un novedoso trabajo de investigación que merecerá la pena desgranar con detalle otro día.
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