El parqué
Ligeros descensos
Desde la espadaña
Decía Gracián ‘que lo bueno si breve, dos veces bueno’. Un payaso le enmendó la plana: ‘lo bué, si bré, dos veces bué’. Siempre hay quien te supera en idiotez y en saber. Desde que colaboro en estas páginas, ya para 5 años, he querido poner algo de mi pensamiento, sobre actualidad y algunos asuntillos universales, con razonamientos que necesitan más de una línea. Contravengo con ello la concisión a la que debiera ajustarse un periodista; ocurre que no lo soy y vulnero la norma de lo que debería ser y no es. ‘Excusatio non petita, accusatio manifesta’.
Me aconsejan brevedad y no la practico, dándoles a los lectores aviesos la oportunidad de salir pitando de tan largo recorrido. Nadie tiene por qué aguantarme; pero después de una línea viene otra y si logro trasmitir, a lo mejor, consigo que el lector expectante llegue hasta el final de algún párrafo. Me daría por satisfecho si no os rayara y leyeseis cuanto propongo. De sobra sé que quien mucho habla mucho yerra, que es mejor la contención en palabras a las hueras e insustanciales. Por la contra, hay quien nunca se excede, guarda silencio prudente, y lo hace porque nada tiene que decir. El argumentum ex silentio puede ser una falacia por ausencia de contenido.
Venía diciendo que me acuso de escribir extenso, que me excuso por hacerlo, pero que no me arrepiento lo más mínimo. Les dejo a ustedes la opción hermosísima de pasar la hoja, y a otra cosa mariposa. Hay veces que no acierto con el tema, o bien resulta enrevesado e inextricable. Yo mismo, pasados algunos días, me he dicho ¿lo he escrito yo? Y de este modo me he aplicado en la siguiente redacción. No siempre se da en el clavo. O no cumples las expectativas de quienes, conociéndote, te encasillan en determinada literatura. Alguien me dijo: ‘no debería escribir usted sobre ciertos asuntos’. Ahí lo dejo, a la consideración de los prejuicios y los encasillamientos.
Lo que debería molestar, de verdad, son los lugares comunes, las frase hechas y los textos empalagosos. Ayer mismo, y para probar el Chat GPT, le pedí que me hiciera un Pregón de Semana Santa. Me lo ensambló en 15 segundos. Por supuesto lleno de globalidades, poco más o menos, como las que estamos acostumbrados a oír. Seguí con la prueba y le solicité un discurso político sobre cultura. Me dijo todo lo que un político al uso hace en cualquier inauguración: palabrería indefinida. Ya veis, no es difícil escribir mucho con la nuevas azadas que nos ofrece la tecnología. Doy mi palabra de que, más allá del diccionario, no utilizo otra cosa. Soy yo quien escribe, aunque resulte plasta.
Sentarse delante de una hoja en blanco tiene su morbo. Si no hubiera sido por el Word, habría arruinado mi casa de tantos folios que echo a la papelera. Quien dijo: ‘la inspiración te pille trabajando’, acertó de pleno. Ensamblar media idea cuesta un riñón; ponerla por escrito, otro; y si al final lo consigues, no echas gota. Escribir para los demás no es verdad; sólo se escribe para uno mismo. Ayuda a objetivar los pensamientos abstractos, a bajarlos de las nubes y a situarlos en el espacio del folio y el tiempo de su publicación. No es fácil coordinar tantas cosas, por lo que se necesita rellenar más espacio del previsto. De otro modo ¿quién lo entendería? Para quienes me acusan de ser demasiado largo, les diría: ‘más vale que sobre a que falte’, ‘burro grande, ande o no ande’.
Soy en esto, como los chiquillos con los juguetes. Prefiero una mega excavadora de plástico a un muñeco de playmóbil (sin atreverme a hacer distinción entre niños y niñas). Para escribir un artículo hay que librar una batalla con las palabras. Las palabras se rebelan contra uno, te ponen contra la pared y te fusilan, si te descuidas. Hay que buscarlas, tratarlas con cariño y no confundirlas demasiado. Porque si lo haces se amontonan y te organizan un escrache en menos que tecleas un gallo. La extensión, por tanto, depende de a qué te refieras: si es en comparación a la cantidad de páginas que diariamente se imprimen en el periódico, o si es por el espacio que utilizo en la página una vez a la semana. Visto así no es para tanto.
Quizá debería leerse -usted que dice que es muy largo- esta página semanal y perder un poco de tiempo, aunque dejara de leer todas las demás. Ya se sabe, por las prisas. Le aseguro a ustedes que he estado tentado a no escribir nada, dejarlo en blanco; pero el periódico no tiene espacio para dejar la página tamquan tabula rasa. Sería, sin duda, un buen artículo sobre el silencio que satisfaría a quienes gustáis de la excelencia de lo corto. Pero sobre el silencio hay mucho escrito, y aseguro que son tomos recios y sesudos. Una paradoja que sobre el mutismo se tenga que escribir tanto. También se puede escribir mucho y no decir nada. Las dos paradojas se dan a la par; no quisiera pertenecer a ninguna. Ni por lo mucho que escribiera, ni por lo que callara. Sabiendo, no obstante, que la gente vale más por lo que calla que por lo que cuenta.
Excuso mi largueza y contengo mis silencios, que, sin duda, son más que lo que escribo ¡si las piedras hablaran! Me conformo con hacer notar a quien convenga que, pudiendo hablar, callo, que omito más de lo que me gustaría, para no salir como gato escaldado ¿te parece poco? A menos que alguien me lo exigiera por decreto. Termino mi larguísima excusa con palabras del fénix de los ingenios: ‘…que voy los trece versos acabando; contad si son catorce, y está hecho’.
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