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Afirmaba Julián Marías que la conformación de la Hispanidad ha sido acontecimiento único en la historia de la humanidad. Solo la romanización, que es la civilización del orbe, puede comparársele. Muchos ven en la hispanidad colonización perversa, masacre e imposición a fuego y sangre, indigenismo sojuzgado y como si de un auto de fe se tratara, reclamación indignada a los españoles de hoy para que abjuren de los pecados de sus tatarabuelos con muestras de arrepentimiento público. Solo así, piensan, podremos purificarnos. Esto obedece a una lógica política que se compadece poco con la realidad y con la historia. Marías acuñaba el término “injerto” para explicar la hispanidad. Más allá de los excesos que en toda conquista pudiera darse, el fenómeno de mestizaje, conjunción de culturas y costumbres, respeto a la alteridad del prójimo en una nueva y prometedora tierra, transmisión de conocimiento, cultura, patrimonio, lengua, no tiene parangón en ningún otro momento de las historia. Eso fue injertar. En el espectro anglosajón, la otra gran experiencia occidental, no existió jamás el mestizaje y por tanto la riqueza cromática de culturas. Eso fue extirpar. No digamos en el mundo oriental, con otras claves, es cierto, pero aun rehenes de lógicas tribales. Sólo desde una lectura atenta y sosegada de nuestra historia, no como sucesión de acontecimientos, sino como el relato de una comunidad con un proyecto común, dispuesta a vivir según su propia condición, puede entenderse la Hispanidad, su significado, sus entresijos, su valiosísima enseñanza de pluralidad, integración y respeto al prójimo, su método de injerto y por tanto su voluntad de incluir y no de expulsar. Ahora vivimos una reducción del concepto de Hispanidad, tan grave como el del significado de Europeísmo; otros becerros de oro nos tienen obnubilados.
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