Juan Antonio Vital Santos

Iglesia, legalidad y democracia

Desde la realidad

02 de julio 2024 - 03:04

Es un principio básico que el cumplimiento de las leyes es el fundamento todo estado de derecho. No obstante, la justicia no basta por si sola. Si en las relaciones sociales de un país falta el respeto ético y se da el derrumbe de los valores que lo inspiraron, y estos valores ya no son compartidos, como por ejemplo pasa en nuestro país, cuando no se reconoce cómo la Constitución supuso un gran acuerdo social, que nos trajo la democracia y una estabilidad que hoy parece tambalearse por la falta de la tensión moral unitaria de la convivencia civil en la que pierde su alma, queda expuesta a un grave peligro.

En un estado social como es el nuestro, comprendido en términos de una democracia madura, la ley no se garantiza únicamente aplicando la legalidad a través de vía judicial, metiendo a delincuentes en la cárcel (que también es necesario) sino que la legalidad debe ser fruto de una nueva moralidad vivida en todos los ámbitos, ya sea a niveles institucionales de orden público como a nivel privado de cada persona.

La Iglesia como leemos en la Gaudium et spes en su número 76, no está ligada a sistema político alguno. La Iglesia nunca será ni de derechas ni de izquierdas. El papel de la Iglesia será siempre la lucha contra las ideologías tecnocráticas que favorecen el egoísmo y la falta de solidaridad, la fragmentación social con las consecuencias de agrandar la brecha entre pobres y ricos, como las nuevas ideologías de colonialismo cultural que asfixian toda aspiración ética que crea lazos de fraternidad en la sociedad. De aquí la importancia de que las leyes de nuestra sociedad no se agoten en los intereses políticos partidistas y económicos del momento. La legalidad tiene que estar sostenida y animada por la atención del otro y por una conciencia ética del bien común.

Todos estos fallos, que hoy en día se dan en la creación y aplicación de las leyes, son visibles en todo el arco ideológico político internacional ya sea de izquierda o de derecha con sus extremos como punta de lanza. Los cristianos no deben caer en ningún tipo de extremo, nuestro deber es buscar una centralidad que promueva reglas políticas, económicas e institucionales, que estén impregnadas de una atención al componente humano que humanice, y que toda ley esté animada por un espíritu solidario que sepa unir en el bien común a través del encuentro entre legalidad, ética, y democracia.

Por eso es necesario, como insistía Benedicto XVI, tener presente siempre, en toda democracia, la conexión entre ética personal y ética social. Porque cuando la una se separa de la otra, se producen fenómenos degradantes como los que hoy afligen a la política, a la economía o a la falta de voluntad en la separación de poderes que rigen nuestras democracias por parte de algunos gobiernos. Como nos indica el Papa alemán, el desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económico y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Y esto es lo que los cristianos tienen que aportar a la sociedad en un momento histórico de tanta polarización.

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