El parqué
Álvaro Romero
Jornada de subidas
el poliedro
Ayer me deleité -nada nuevo- con los artículos en estas páginas de Carlos Colón y de Luis Sánchez-Moliní. El primero, sobre la pérdida quizá irremediable de las salas de cine; la cita reproduce palabras del cineasta David Lynch: "En resumen, en aquella época, la pantalla era gigante. El sonido era analógico y llenaba esa sala increíblemente. Era potente, no para aturdir, sino para llenarte, para hacerte sentirlo muy dentro. Esta increíble experiencia nunca volverá a repetirse. Antes, hacíamos un largometraje para una gran pantalla con perfecto sonido, como si fuera a exhibirse en un teatro. Podías sentarte y vivir la experiencia de entrar en un mundo completamente nuevo". El segundo, sobre el alarmismo -o sólo alarma- sobre la extinción del sapiens, usted y yo, debido a la amenaza climática, que es natural y ajena a las leyes de los hombres, aunque está aumentada por los productos de nuestra especie; amenaza a la que -añadiría uno- habría que sumar la de la llamada Inteligencia Artificial y su potencia descomunal en manos de la codicia y la maldad: entre la naturaleza y lo artificial, nosotros. Cada uno va viviendo una película que llamamos vida, en una sala oscura y asombrosa, con gente en otras butacas a la que no conoceremos nunca. Mientras, el planeta finito da avisos fatales, un lugar que creemos nuestro, pero donde la invisible diosa Gaia absorberá -con nosotros vivos o no- todas las infinitamente pequeñas vanidades de las personas. Si no somos capaces de crear lluvia, siquiera.
En esa misma página, en el faldón, el terceiro parceiro era Rafael Castaño, el reciente ganador del rosco del programa Pasapalabra, con una pieza titulada Los hierbajos que trataba -así lo entendí- sobre lo inexorable de los ciclos (nacimiento, crecimiento, madurez, declive... o reciclaje). La estupenda columna trata sobre Juan Carlos I, una figura con la que "nació y murió el sueño de un país mejor", según escribe él. Otra frase del texto me conmovió: "Cae quien tiene una altura desde la que caer". Merece gubia, quizá mármol. La historia de nuestra vida merece una perspectiva soportable, cada uno es su butaca, luchando por entender y soportar la dialéctica que el canalla de Renato Carotone glosaba así en su canción Me cago en el amor: "La nostra piccola vita, e il nostro grande cuore". El afecto colectivo juvenil que tuvimos por un Rey que representaba la ilusión común de los españoles que, lamentablemente, ha acabado siendo pasto de la decrepitud, por no hablar de la saña de los revisionistas de ocasión, que no tienen memoria comprensiva porque es deliciosamente onanista sentirse Adán, centro del universo, enano soberbio.
Decimos que ahora el futuro es peor, como más sombrío. Que los amores verdaderos son los de nuestros recuerdos, esas anclas idealizadas. Actitud que es melancólica. Sin embargo, hay que resistir. Con toda la humildad posible. Pero negar que las cosas son buenas tal como están. Por la contraria, tampoco vale negar las virtudes juveniles, hoy mayores, que hicieron a nuestro país un país próspero. Rompo una lanza -que no tengo- por el rechazo hacia quienes de forma sacerdotal y severa creen y promueven por ahí que todo es un desastre por venir; por eso me gustó la visión filial de Castaño. Como esta es una columna de Economía, se acaba diciendo que si no hay una moratoria sobre el desarrollo del imperio de los robots y su gran suplantación de los humanos, la vida va a ser peor. La que quede, que esa es otra. No es el cambio climático, es el cambio informático. ¿Le parece rancio lo de informático? Ahí está la cuestión. De nuevo, por el maño Carotone: "È un mondo difficile, e vita intensa". La inteligencia que te gobierne no puede ser la de una máquina.
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