Felipe Ortuno M.

La invisibilidad de lo bueno

Desde la espadaña

14 de agosto 2024 - 03:05

Hay personas que tienen la cualidad de no ser vistas. Es el poder de los seres superiores: Dios, por ejemplo, o las madres casi siempre. En un mundo de hipervisibilidad y escaparate, la gente buena lo es sin necesidad de exposición constante. En el silencio de la noche la madre entra en el cuarto de los hijos y los arropa con sigilo y anonimato; aunque ahora haya madres que lo reproduzcan en el historial de facebook (cosa que pertenece a la estupidez y no al asunto que me interesa) No todos pueden moverse en el espacio público sin ser vistos y estar in-existentes.

Llegar a este modo de in-existencia es propio de ángeles superiores o indigentes de baja estofa. Dos extremos de invisibilidad efectiva: o por defecto, o por exceso. Yo me quiero referir, en lo posible, a aquellos que lo hacen por convencimiento y mantienen una presencia minimal en cualquiera de los espacios de construcción social que haya.

Suele ocurrir con gente buena, por más que yo quisiera que fueran testimoniales y lo publicaran, en cuyo caso ya dejarían de ser invisibles, o incluso buenos. La gente de principios se guarda mucho de la tontería escenificada. Hace las cosas porque sí y se deja de mandangas y teatros. Rara avis, por tanto. Pero existen, y eso es lo interesante. Invisibilidad para el común, no para José M.ª Argamasilla de la Cerda que decía tener la capacidad de ver a través de los cuerpos opacos, por lo que no se le resistía ningún escondite ni escondido.

Bromas aparte, apuesto por la invisibilidad de las personas insignificantes que no sobresalen, por quienes no son tomados en cuenta porque no figuran en la farándula teatral, ni quieren ni se les espera. Tampoco quiero referirme al ‘Rey desnudo’, de Hans Christian Andersen, con el traje invisible del engaño que le dejó al aire sus vergüenzas. Busco la invisibilidad de quienes sólo son visibles a la mirada superior, a la convicción personal y al compromiso de una verdad que va más allá de las cámaras televisivas y los móviles indiscretos. Gente que no le importa ser insignificante, no ser tomado en cuenta o no pertenecer a ningún club de gilipollas actuantes.

Quiero acercarme al escondimiento de la discreción que aparece en el encuentro de las personas, en el aliento del trabajo bien hecho, o en la convivencia pacífica, sin más. Cada vez que limpias las llagas, familiares o ajenas, y lavas la cara de los manchados por el olvido, cada vez que en la oscuridad de la noche dejas tu yo y te das en el tú, cada vez que tomas la senda de la invisibilidad, se abre una ventana de esperanza en el cielo.

La sociedad fulgurante paraliza; prefiero la intimidad, el lugar escondido de los auténticos abrazos donde fermenta la levadura de la vida ¿Hay algo más bonito? Lo excesivamente resplandeciente lleva demasiado narcisismo dentro; de ahí que apueste por lo discretamente escondido en lo cotidiano frente a la cultura de la hipervisibilidad reinante.

Una mano acariciando a un enfermo basta para captar la sensibilidad bondadosa de quien lo hace; de ningún modo lo podríamos ver en las hipócritas representaciones de lo social. Sólo los gestos espontáneos de la naturalidad se dan en la cámara de lo secreto, en el tálamo del silencio, en las caricias compartidas del barro de cada día. Todo lo bueno está ahí, en el escondimiento, en la simplicidad de la gente buena que no se deja embaucar por los aplausos ni las idolatrías de turno ¡Qué importante es la entrega sin reconocimiento! Eso es místico; lo otro una falsa religión de espejos.

Creo, por tanto, en la semilla escondida en tierra que contiene en sí la potencialidad que fecunda; lo otro, pura cizaña. Existimos, de verdad, en lo oculto, allá donde estamos con nosotros mismos, en el lugar donde no hay engaño ni afectación, el auténtico sitio donde reluce la sinceridad sin artimaña. Porque es en el corazón donde existimos; toda otra cosa es decorado y ropaje. La vida va escondida en nuestro misterio, en la liturgia no escrita de la vida cotidiana que es donde se celebra lo significativo de cuanto nos sucede. Frente a los templos fulgurantes del boato, está el templo de carne y hueso de tu persona, donde se encuentra el rostro vivo del cada día.

En ese silencio de ser hombre, se gestan todos los procesos de la historia, la lectura del corazón y la armonía con nosotros mismos. Frente a la exteriorización está la vida interior; frente al escaparate, el contenido de la verdad; frente a la dispersión, el reencuentro con uno mismo. Prefiero ser clandestino en la historia, a participar de la farsa sostenida de la apariencia y el fingimiento. Un gesto de humanidad escondida vale más que todas las batallas heroicas; un abrazo anónimo construye más humanidad que cualquier victoria política del momento.

Una madre gestante es más importante que las ideologías existentes. Todos los gestos inútiles del amor dan más sentido a la vida que la bazofia hercúlea de las estrategias políticas. Las manos escondidas construyen más que el vocerío inútil del parlamento, una semilla plantada en la maceta de un indigente tiene más futuro que todo el globalismo de este impersonal modo de vivir que tenemos.

Mantengo la esperanza de que algún día la invisibilidad de lo bueno vencerá, desde el silencio, a la hipocresía del escaparate insustancial. Me uno a la clandestinidad de las semillas generadoras y a la aventura de la vida humana escondida. Quizá porque es en el útero donde florece la utopía y la verdad.

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