12 de diciembre 2024 - 03:05

Si tus hazañas se califican de magnas, habrás recibido el reconocimiento del pueblo. Pero si eres tú mismo quien defiende la magnitud de sus obras, harás el ridículo. Alejandro III de Macedonia fue Alejandro Magno por sus enemigos, que así lo llamaron. Se puede ser magno siendo educado por Aristóteles, pero si has pasado por la universidad española en los últimos cincuenta años, no te habrá dejado mella alguna.

Estos apodos legendarios llevan algo de verdad. También fue magna Catalina II de Rusia, llamada la Grande porque bajo su cetro llevó a la nación a sus máximas cotas de expansión y prosperidad. Aunque en la corte era conocida como ‘la catadora de amantes’, en prueba inequívoca de que el sexto mandamiento no es preceptivo para la realeza. Pero en España, una izquierda pervertida que demanda menos rosarios y más bolas chinas, exijan al rey Juan Carlos las virtudes del casto José. Tampoco olvidemos a Carlomagno, con quien se inició el Sacro Imperio Romano Germánico y Europa.

Últimamente prosperan las procesiones magnas. Llama la atención que un clero criado a los pechos del Vaticano II y que ha estado abjurando más de cincuenta años de las Cofradías descubra, a estas alturas, que la herramienta tridentina sigue teniendo utilidad. Quizás busquen un protagonismo perdido, allí donde algo queda.

Esta semana se ha vivido una procesión magna en Sevilla y ciertamente lo fue. Por más que nos duela, Sevilla ha sido capital de un imperio. Sevilla casó al Emperador Carlos I. Sevilla fue la primera archidiócesis del nuevo mundo. Sevilla tiene una cosa que solo tiene Sevilla. Una risa y una pena y a la Virgen Macarena, que también es de Sevilla. La Giralda, sus campanas, la Esperanza de Triana, que también es de Sevilla. Tiene la gloria en sus manos, que es Jesús del Gran Poder, que también es Sevillano. Así reza la copla y amén.

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