Jaime Cosano Fernández

Miércoles Santo sin ti

Jerez despierta bajo un cielo azul que no ilumina, bendice. Ese azul no es solo color, es promesa cumplida, es Miércoles Santo latiendo en el aire. Las nubes se deslizan como suspiros detenidos, y cada rincón parece contener el aliento. Desde la calle Medina hasta el último adoquín, la ciudad guarda silencio, como si la memoria anduviera descalza. Azul y blanco, la amargura hecha belleza, la fe hecha carne, el dolor de los flagelos convertido en esperanza.

Hay rincones que no aparecen en los mapas, pero que nos construyen por dentro. El mío huele a costura antigua y sabe a silencio compartido. Allí, donde la vida se hilvanaba con la misma delicadeza que una túnica, aprendí que la fe no siempre se grita, a veces se susurra con los dedos. Aquella anciana, con sus manos gastadas por el tiempo, bordaba esperanza en cada puntada, como si tejiera el alma de un linaje. Y aunque sus palabras eran pocas, su legado fue inmenso. En la Plaza del Arroyo se sembró lo que hoy cargo en los hombros, la herencia sagrada de los que creyeron antes que yo.

Eso lo entendió mi abuelo. Lo entendió mi padre. Y lo aprendí de ellos. Porque la fe, la verdadera, no se enseña con sermones. Se transmite en los detalles, en las miradas, en los silencios que lo dicen todo. Es una llama que pasa de mano en mano, como una antorcha que no se apaga. Por eso seguimos aquí. Por eso cargamos. Porque lo llevamos dentro.

La madera suena cuando golpea el llamador. Ese crujido nos despierta por dentro. Nos recuerda. Nos obliga a mirar atrás y adelante al mismo tiempo. La fe no siempre consuela, a veces duele. Pero en ese dolor también hay esperanza. Porque cada paso que damos es por algo más grande que nosotros.

Y es justo ahí, en medio de la noche, cuando busco. Me pierdo entre la mirada de la gente. Y lo busco a él. Esa melena blanca. Esa presencia que me calmaba sin decir nada. Lo busco como se busca a un faro entre la niebla. Y aunque no lo encuentro, siento que está. En la cera que arde. En los rezos susurrados. En la mirada de quien alegró su vida, que, sin saberlo, me lo recuerda.

Y mientras camino, tratando de entender lo que no se puede entender, solo me aferro a la idea de que quizás no se ha ido. Que quizá, los que dejan huella de verdad, nunca se van del todo.

Porque siguen en lo que somos. En lo que creemos. En lo que sentimos.

Y en este día, donde Jerez late como un corazón gigante, sé que él está aquí.

Como siempre.

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