El parqué
Avances moderados
Desde la espadaña
No faltan sofistas, de bandos propios y antitéticos, soliviantando todavía a multitudes con categorías falsas y mensajes llenos de alucinógenos. Políticos, arreglalotodo, que con la vara de las soflamas encandilan al personal hasta sacarlo de sus casillas.
Escucho peroratas ardorosas purificando cuanto existe, así que ellos estuvieran al timón de la nave; que no remando. Utilizan palabras talismán que, al pronunciarlas, pareciera produjesen, de tal suerte, el cumplimiento mágico con tan sólo decirlas, creando así el mismo efecto que el salutífero bálsamo de Fierabrás.
Todo buen político, que se precie, sabe que, con las masas, tan proclives a votar lo inadecuado, hay que utilizar ungüentos y sinapismos que ayuden a interiorizar supositorios por entrambas aguas, y además aplaudan. No ha de faltar en todo buen discurso una invocación a la revolución francesa: Liberté, égalité, fraternité. Dicho esto, dicho todo. Pero, sin ir más lejos, los estoicos ya afirmaron que todos los seres humanos somos básicamente iguales, hasta tal punto, que, pudiendo seguir los criterios de la razón, tendrían potestad para conducir la vida igualitaria conforme a las leyes de su propia naturaleza.
Tal es así que de este igualamiento natural podamos suponer que los médicos consigan estudiar anatomía en un solo cadáver y no tengan necesidad de exhumar todos. Por lo que la igualdad, por naturaleza, estoicamente hablando, ya la tenemos. Vinieron, luego, los bárbaros cristianos, que no conformes con la igualdad natural, tan horizontal y deficiente, excretora de fluidos y mugres, quisieron alzarla a un grado más excelso para este cuerpo que se han de comer los gusanos; y del 'pulvis eris et pulvis reverteris' pasaron a darle categoría de igualdad divina. Nada más y nada menos que a imagen y semejanza de Dios. Todo un logro de dignidad igualitaria plausible y revolucionaria; si no fuera porque las leyes romanas no terminaban de convencerse de la abolición de la esclavitud, tan necesaria para la economía de patricios, patricias 'et senatus populusque romanus'.
La igualdad se había estancado en la naturaleza y el espíritu: iguales en cuerpo y condición, perfecto; hijos de Dios en igual dignidad, excelso; pero, aún, absolutamente disímiles en derecho positivo. La ley seguía sin tratar por igual a unos y otros. Faltaba por tanto un código que igualase a todos ante la ley, ricos, pobres, reyes, lacayos, y fuera, así, como todo hijo de la gleba plebeya se juzgara protegido. Y llegó el momento en que, efectivamente, se establecieron leyes que situaron a todos los hombres iguales ante ella, sin distinción de clases, razas o estados.
Habíamos conseguido igualdad en la naturaleza, igualdad ante Dios e igualdad ante la ley. Tres en uno. Todo perfecto ¿Qué falta ahora? ¿Por qué siguen las diferencias entre nosotros? ¿Unos tanto y otros tan poco? Y vino entonces la siniestra cuarta propuesta de igualdad económica: que todos tengamos lo mismo. El aplauso fue enorme entre la gente desposeída, porque sería todo tan sencillo como desplumar a los ricos para repartirlo a los pobres, a lo Diego Corrientes (cuando hubiera sido mucho más justo que los hijos de los pobres casaran con las hijas de los ricos, y nos hubiéramos ahorrado escabechinas innecesarias).
Como la historia se escribe como se escribe, y tan garrapateada a veces, surgió el método de la dialéctica marxista con la abolición de la propiedad privada. Desposeyendo a los ricos, cuando no matándolos, se acabó la rabia. Y fue como de ese modo, tan sencillo, quedamos todos igualitariamente iguales, por abajo. Aún no nos hemos dado cuenta del disparate histórico y económico que implica esa trasnochada manera de pensar, esa búsqueda de igualdad cortándole las alas a todo el que vuela. Lo vemos hasta en las nuevas leyes de enseñanza donde, en lugar de promover la excelencia, se iguala a todos con el aprobado. Y otro tanto ocurre con esos países populistas que, rompiendo las reglas de la economía de mercado y descapitalizando la iniciativa privada, logran una considerable igualdad de ciudadanos pobres.
Es consecuencia perogrullesca y constatable: cada vez que se atenta contra la propiedad, aumenta la pobreza y desaparece la libertad; por supuesto se consigue una notable igualdad en la miseria, sostenida, naturalmente, es de justicia, con las cartillas de racionamiento que el generoso papá Estado proporciona por igual.
Con estos presupuestos de igualdad, yo mismo me presentaré a los juegos olímpicos, con la seguridad de que entraré en la meta, igualitariamente alineado con todos los que forzosamente me esperarán, y lograr así la tan ansiada medalla del oro bereber, o el Open de Australia con Nadal, que compartirá conmigo el éxito de sus sudores.
Y puesto que hay saldo, me matricularé, también, en el máster de ingeniería físico-nuclear, donde, con el esfuerzo y la solidaridad igualitaria de los excelentes, que compartirán sus notas conmigo, obtendré la media necesaria para tan sublime título. No será 'cum laude', pero será igualitario ¡Gaudeamus igitur!
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