Felipe Ortuno M.

Los previos

Desde la espadaña

04 de diciembre 2024 - 03:05

Me gustan los anticipos, los días antes, casi más que la llegada. Lo que antecede al tiempo, que también lo es, contiene todo lo que se necesita para vivir. Ocurre hasta en el sexo ¿qué es más importante la antesala o el acto? Lo onírico lleva en sí más utopía que la realidad misma; porque ésta termina cuando se llega, en tanto el sueño subsiste en la intangible ilusión de cada instante. Hay más fantasía en la despedida de soltero que en la celebración nupcial, entumecida por los recalcitrantes protocolos habituales.

Es más ilusionante el deseo que el objetivo mismo. Después de todo, la aspiración no es otra cosa que el espacio psicológico de un previo. Ese precedente a la colocación de cualquier tiempo me importa más que la llegada: el recorrido del autobús suele ser más interesante que la terminal; entretiene más la elaboración de un escrito que el punto final; encuentro más aliciente en los ensayos que en las celebraciones; libero más dopamina en el proyecto de una obra que en su conclusión. Cualquier representación, por muy buena que sea, termina, a lo sumo, con un aplauso ¿y después qué?

Por eso me encantan los días previos a cualquier fiesta. Ahora, por ejemplo, en diciembre, más allá de si tiene o no sentido adelantarse a la liturgia propia del tiempo que se celebre, todo se convierte en antesala de la Navidad: encendido de luces, zambombas, decoraciones y proyectos vacacionales. Los previos sugieren la Fiesta. Todo indica. Todo prepara. Todo se vive tal que así, en sucesión expectante, con alegría desbordada, con la ilusión previa de los ilusos que pronto sabrán que no han llegado a nada. Pero eso es otro tema.

A lo que voy: los previos. Llega la Navidad y los ayuntamientos se esfuerzan por superar el número de bombillas que alumbran las calles que menos lo necesitan. Los troncos de los árboles, tan enlucidos como desnaturalizados, llevan en sí la alucinación previa y maravillosa. Algo sucede en la ciudad cuando se iluminan con los colgajos Ximénez (similares a Vigo y Nueva York) y deleitan la noche de los tiempos con asépticos e inofensivos adornos woke. Estos días previos que se adelantan a la Navidad te chutan el ánimo y hacen que suba la libido. Conviene disfrutarlos a tope; que luego viene el día de marras y la nostalgia inunda con la riada de recuerdos que se amontonan en el corazón. De hecho, recuerdo mejor los preparativos que las celebraciones.

Al menos para mí, los hechos previos me sirven mejor para comprender los hechos posteriores. Sobre los juegos previos…, mejor lo dejo a la libre consideración y albedrío (‘sugerencia audaz para el lector más inteligente’). El mes de diciembre, ya digo, se ha convertido en todo un previo a la Navidad. El deseo de una vida mejor nos motiva, ciertamente. Esa ensoñación que buscamos en el afecto y la amistad, ese querer vivir en continua zambomba con sabor a pestiño, altera cualquier consideración racional que se haga. Si además añadimos el sentido de pertenencia y originalidad, la motivación está servida: diciembre recapitula todas las incitaciones que estimulan nuestro deseo.

Nada que objetar; salvo que esto sea una cosa y no la otra. Porque cada fiesta, stricto sensu, tiene su cosa. De las celebraciones no me quejo; aunque ponga en duda el sentido que se tiene o que se pierde de las mismas. Si un arquitecto construye una catedral, sería de desear que la sacristía no la hiciera mayor que la nave principal; que la monición de entrada no fuese más extensa que todo el resto de la misa; que la presentación del pregonero no excediera al pregón. Hay libros que se venden más por la categoría de la introducción que por el libro en sí.

Así ocurre con infinidad de cosas, que parecen más por lo preanunciado que por el contenido mismo. A mi madre, por ejemplo, tanto le exageraron la majestuosidad de la campana de Toledo, que, cuando la vio, se le quedó chica. Puede ocurrir que a fuerza de capas tapemos la cebolla; siendo verdad que, por el contrario, a fuerza de quitarle capas podamos quedarnos sin cebolla. Lo uno y lo otro, tanto da. La tendencia de venta da más importancia al escaparate que al contenido. Incluso los modernos edificios residenciales enmascaran con portales de dimensiones hercúleas lo que luego tiene una escasa habitabilidad. Mucha estaca y poco gorrino. Como las personas pintureras que dan fisonomía de embeleco y simulan como nadie el vacío existencial.

Con las fiestas pasa otro tanto si no contienen mesura. Como el toreo si pierde el tiempo y el espacio. Se precisa parar, templar y mandar. Y conste que los previos de la corrida me gustan tanto como la corrida misma: la entrada de la gente, el colorido, los primeros compases, el paseíllo, los preparativos, el olor del agua sobre el albero, el coso combado entre sol y sombra, todo hasta que sale el toro. Ahí hay que parar. Los previos de Navidad llevan un pórtico largo, muy largo. Pasa con el Black Friday que ha conseguido vestir de negro todos los días de la semana; o, como las procesiones dolorosas ¡tan bellas! que truecan el otoño en primavera. ‘Hay tiempo para todo: tiempo para nacer y tiempo para morir; tiempo para plantar y tiempo para cosechar; tiempo para la guerra y tiempo para la paz’(Qohélet,3). Los previos, pongo por caso, con desmedido tiempo confunden el tiempo de lo que se quiere celebrar.

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