Jaime Sicilia
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Vayas por donde vayas en España, tanto da la provincia, ciudad, pueblo o el sector económico o profesional con el que te reúnas, siempre aflora la misma petición con palabras relativamente idénticas: “Que los políticos se pongan de acuerdo en esto” o “Esto tendría arreglo fácil, si no fuera por la política”.
Por referirme sólo a las últimas semanas, en Zaragoza escuché a los auditores de cuentas del ICAC pendientes de la urgente aprobación en el Congreso de la transposición de la directiva de información corporativa sobre sostenibilidad, aplicable a las grandes empresas; antes, a la organización de Esmontañas, en A Pobra de Trives, reclamando el Estatuto de los pequeños municipios que nunca llega; pueden perderse los centros de 24 horas contra la violencia sexual porque se acaba el plazo; y también escuchamos a algunos alcaldes inquietos por no llegar a tiempo a las reformas que exige la Comisión Europea para tener derecho a determinadas ayudas. Que no se alcancen porque ha habido cerrazón de unos, de otros o de todos es de juzgado de guardia.
Si se pierden ingentes cantidades de dinero europeo por falta de consenso, es muy probable que la sociedad civil no perdone tanta falta de responsabilidad y de sentido de estado. El “que se vayan” (todos) del principio de la nueva política, puede reaparecer; pero esta vez en boca de gentes a las que mueven menos motivos ideológicos y más indignación ante el penoso ejercicio del poder por parte de quienes fueron elegidos.
La crispación tan profunda que se aprecia en la política –y que sólo desaparece al tratar asuntos como la recuperación de la España Rural, o cuando se trata de apoyar a colectivos damnificados por una enfermedad, caso del ELA– nos lleva a preguntarnos si ese va a ser el tono permanente que deberemos soportar hasta el fin de la legislatura. Felipe González y Mariano Rajoy, en el encuentro de La Toja, abogaron por el diálogo, a la vez que defendían el bipartidismo. Cierto es que “los partidos de la nueva política duraron un rato”, como ironizó González. Pero que los dirigentes de esos partidos –Cs y Podemos– fueran capaces de construirlos primero, y de derribarlos después, no explica más que sus propias limitaciones y ambiciones desmesuradas. Si varios millones de personas en España votaron a esas fuerzas emergentes, es porque había descontento con el bipartidismo. Ahora el descontento se sitúa en la falta de capacidad, o de voluntad, para llegar a acuerdos y ese malestar desemboca electoralmente en la abstención, o en el voto de resignación.
Existe de nuevo la base para la hoguera y pueden encenderla los chispazos por la pérdida absurda de subvenciones europeas y los retrasos de transposiciones de directivas con perjuicio general y para colectivos determinados.
Ese es el trasfondo de la política española actual, aunque en la superficie informativa se destaquen los matices entre barones del PP con el giro de Núñez Feijóo hacia los asuntos sociales y el diálogo con Sánchez; o la rebelión del manchego García-Page contra el pacto PSOE-ERC. Y sucede todo ello en un mundo cada vez más amenazado por la extensión de los conflictos disparados en Oriente Próximo. Con Putin asentado y rígido, con Netanyahu abriendo frentes porque si decreta un alto el fuego se cae, y con Trump cada vez más enfurecido porque no tiene segura su victoria, la estabilidad mundial está en duda. Serenemos por lo menos este país.
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