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Se veía venir. Las zambombas han degenerado en unos macrobotellones ciudadanos que los fines de semana convierten la ciudad en una descomunal concentración de personas a la búsqueda no se sabe muy bien de qué. Lo que era algo íntimo, muy propio de Jerez, se ha extralimitado manifiestamente. Nadie, visto lo visto, pensará que esto que, ahora tenemos, es una tradición jerezana heredada de tiempos atrás. De eso nada. En líneas generales -sálvese las honrosísimas excepciones, que las habrá seguro, en peñas sensatas y valedoras de la pureza- el centro de la ciudad se está convirtiendo en una barra gigantesca de bar -textual en algunos casos muy concretos-. Estas zambombas son decorados de un escenario a cuyo alrededor se concentra una multitud ávida de copas. Los atractivos de nuestros villancicos, aquellas felices reuniones de cante por Jerez, se han trocado en una ficción; simples espectáculos para ser vistos sentados en la butaca de un teatro o, siendo benévolos, en la mesa de un restaurante donde se contrata a un grupo de cantantes, aficionados o no, que viene ensayando desde septiembre, para ganarse un dinerito con que pagar los excesos del consumismo navideño. Casi todo es de cartón piedra; una candela, una zambomba, unos pocos esforzados y una gigantesca concentración de gente intentando acceder a la barra con un soniquete de villancicos al fondo, a los que se les presta no excesiva atención. Y si a eso se le añade que la gente, en masa, lo pierde todo -muchísimas veces, el decoro para caer en la más absoluta mala educación-, las zambombas más bien parecen un híbrido de nada con muy malas pintas; tan malas como la apariencia de asqueroso muladar de algunas calles tras el desenfreno festero del día de antes. Así, cuando la gente acude casi en masa a Jerez en estos días, muchísimos, pero muchísimos, jerezanos buscan el refugio anti desmadre en otros lugares. ¿Eso es lo que queremos? Muy malas perspectivas se atisban en una lontananza de pobre paisaje. Pensemos en algo mejor.
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