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Conmocionados por lo ocurrido en Valencia, volvemos a preguntarnos por qué se sigue construyendo en zonas inundables y si continuaremos cuestionando el cambio climático, asumiendo, quienes lo niegan, el riesgo que conlleva ignorar sus consecuencias.
La tragedia de Valencia no se ha limitado a zonas inundables, ni a las proximidades de barrancos o márgenes fluviales. Centros históricos que llevan siglos resistiendo el paso del tiempo han sido arrasados por el temporal, pero incluso en ellos los cambios obligados por la necesidad de adaptarse a las circunstancias han resultado decisivos en la magnitud de la catástrofe. Túneles, puentes y sótanos, pero sobre todo las calles llenas de coches que arrastrados por la corriente impidieron a la misma naturaleza que creó el problema ofrecer una solución que, con toda seguridad, habría sido menos costosa en términos personales y materiales.
K. Arrow popularizó el concepto de riesgo-moral, instalado en la conciencia de los economistas desde prácticamente A. Smith. Cuando una persona puede evitar asumir, al menos en parte, el coste de sus decisiones, es muy probable que elija opciones que impliquen riesgos excesivos. Si el Gobierno garantiza, por ejemplo, los depósitos bancarios hasta 100.000 euros, aumentará el atractivo para el pequeño ahorrador de las opciones mejor remuneradas, con independencia de la solvencia financiera de la entidad que las ofrece. Si en ausencia de la garantía gubernamental la elección hubiese sido diferente, la aparición de riesgo moral implica un episodio de selección adversa (no elección de la mejor opción) y de asignación no eficiente de los recursos.
Volvamos a la urbanización de zonas inundables, que nos conduce a un típico dilema de riesgo moral, que en todo caso implica evaluar la probabilidad de catástrofe y la capacidad de la tecnología para resistir con éxito el impacto. El problema es que incluso si la probabilidad es reducida y la confianza plena en la solución técnica, el riesgo de catástrofe con consecuencias imprevisibles nunca desaparece del todo, dejando en terreno tremendamente inestable en términos éticos, tanto al promotor como al político responsable de autorizarlo.
Tendemos a aceptar que los mercados aprenden en las crisis sobre la limitación tolerable de riesgo, pero la realidad es que la naturaleza cíclica de los procesos económicos termina por afectar incluso a las conciencias. Los momentos de bonanza estimulan la aceptación del riesgo amparado en las expectativas y la relajación de los principios morales, mientras que las crisis conducen a la aceptación de riesgos en condiciones de necesidad. Ambas conductas pueden ser consideradas irregulares, en el sentido de que son condicionadas por las circunstancias del ciclo, pero indudablemente diferenciadas desde un punto de vista ético (codicia frente a necesidad).
El objetivo del responsable político ha de ser limitar la oportunidad de conductas inapropiadas, pero su dilema es encontrar el equilibrio entre el nivel de riesgo aceptable desde un punto de vista colectivo, puesto que nunca desaparece del todo, y el ofrecimiento de soluciones a la necesidad de habitación de la población.
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