El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
el poliedro
Cuando Francis Ford Coppola dirigió El Padrino tenía poco más de 30 años. Atribuir sólo al director italoamericano tamaña obra maestra del cine es simple, y es más que probable que la Paramount fuera el motor de la película, si bien el joven Coppola fue coguionista adaptador de la novela de Mario Puzo. Que en mi casa estaba subrayada por varios hermanos, de la misma manera que bebíamos por tandas obras de Frederick Forsythe -Odessa-, Somerset Maugham -El filo de la navaja- o Stefan Zweig -biografías-, que nos servía el Círculo de Lectores en ediciones de pasta dura. Esta empresa llevaba literatura y otras cosas escritas a los hogares mediante vendedores amables que tocaban el timbre: una puerta fría, lo llamaron después los marketinianos. Entonces no había tanto miedo a los timadores, y a los elegantones muchachos y muchachas a comisión se los atendía, si es que la renta familiar daba para tales lujos. Con sus entregas periódicas se llenaban las estanterías de las casas de familia en las que no había un fondo bibliográfico hecho por antecesores cultivados en los libros, esa forma maravillosa de vivir en una butaca cualquier vida y cualesquiera circunstancias ajenas y lejanas. Se trataba de una emancipación cultural de las clases medias, que emergían en este país en los 60 y 70 del XX, alentada por el benéfico afán mercantil de el Círculo, así llamado con apócope entrañable. No todos éramos nietos de Borges o Madariaga, ni mucho menos. Más allá de la excusa del crimen organizado, El Padrino es, en esencia, un esquema de prosperidad entre generaciones: padres luchadores desde la nada patrimonial, hijos ricos que se acreditaban en su entorno social, nietos que seguirían siendo prósperos, o no. Durante más de 50 años, aquel Círculo de Lectores fue el gran club de lectura en España: llegó a tener un millón de socios en los 90. El Grupo Planeta lo compró en 2014. Al poco, lo cerró definitivamente: nada es algo para siempre.
El esquema cíclico de nacimiento, crecimiento, madurez y declive (o reciclaje) de empresas y costumbres está ahora sujeto a un dinamismo extremo, y llamamos dinamismo a la velocidad en los cambios. La fugacidad produce incertidumbre, junto con la complejidad de las circunstancias. El brutal progreso tecnológico que se originó con internet a principios de los 80 ha causado mutaciones drásticas en las maneras del Hombre, mucho más vertiginosas que las que pudieron propiciar la rueda o el salto de la artesanía a la industria de la Revolución Industrial y su hija, el colonialismo. Los plutócratas árabes, chinos o rusos emergen con sus costumbres inimaginadas, mientras que el Silicon Valley de gen hebreo comparte el poder económico con los nuevos Corleone de diversas razas y credos. Pero, ay, al final, la válvula que regula quiénes mandan y quiénes padecen el gran poder de pocos no ha cambiado demasiado en su capacidad de asignar mayor o menor bienestar en un planeta finito y cada vez más pequeño e interdependiente. La crisis financiera -se la llegó a llamar Gran Recesión, qué ilusos fuimos- se puede datar en 2007, la vírica en 2019, y la bélica en curso dinamita las certezas desde hace apenas unos meses. Tempus fugit, como nunca antes. El patrón generacional que se describe de forma magistral en El Padrino es cosa del pasado. No es que no sea aplicable a día de hoy, es que la velocidad de los cambios no permite un análisis en donde haya tiempo para conectar a abuelos y a nietos. Al menos entre la gente corriente. La que corre, como una cáscara de nuez en el caudal desquiciado de los acontecimientos, asistiendo al asombroso círculo vicioso de un mundo que va de la codicia financiera a la brutalidad de los misiles, pasando por el descaste que trajo el virus.
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