Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
La columna
Ya hace un mes que empezaron las clases en los colegios; un mes que muchos - empleo el masculino genérico aunque el femenino plural sería más conveniente - respiran aliviados por la tranquilidad manifiesta de que a sus criaturitas los aguantan otros. Cinco horas y pico para pensar en otras cosas, para hacer kilómetros - o lo que sea - por la augusta vía del Colesterol; también para poder comprar pausadamente los fascículos coleccionables de tantas pamplinas como, en estos primeros días del otoño, ofertan para intentar que la gente se enganche. Cosa harto difícil porque, la mayoría sólo adquieren el primero, que es el más barato, para luego olvidarse de los coleccionables hasta el año que viene. El tiempo matinal sin niños es idóneo para comentar con las amigas, mientras desayunan, sin prisa alguna, sobre las actividades extraescolares, que las tardes son muy largas y los infantes no deben perder tan preciadas horas. Karate, inglés, flauta travesera, fútbol sala, baile, gimnasia rítmica o ballet son actividades clásicas que, aunque permanecen vigentes, han perdido entidad, en los últimos tiempos, por culpa de otras que a las progenitoras les parecen con mucho más encanto para el tiempo vespertino de sus retoños. Percusión, tuba y contrabajo son clases con mucha demanda actualmente - se ve que los instrumentos grandes son objeto de deseo para la mamás preocupadas -. Tampoco se quedan atrás las solicitudes para clases de niño cantor del Coro del Villamarta, chef de lujo, pinchadiscos a lo Paquirrín, monaguillo de corporación religiosa de sábado de Pasión o para capataz rapsoda de paso de misterio. Ya hasta las clases de pitero del Rocío han quedado desfasadas. Mamá no me da tiempo de hacer la tarea del cole. Claro hijo, ¡no sé qué piensan los maestros mandando tanta tarea!
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