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Una mujer de poco más de 80 años me mira fijamente desde la parada del autobús. Está y no está. Sí, está. No me quita los ojos de encima. Está en un cartel encajado en el cristal de la marquesina que sirve como soporte para la publicidad. De todas las personas que están en la parada es la que más fuerza y belleza tiene, siendo de papel. No le hace falta estar aquí. No es virtual. Es real. Tiene más de ochenta años.
Se llama Ali MacGraw.
Ahora tiene el pelo blanco y arrugas. Tiene unos ojos preciosos. Está ahí, en la parada del autobús con un reloj en la muñeca. El reloj es de Chanel, se llama J2. El peluco es lo de menos. No dejo de mirar la enorme foto de esa anciana, Ali MacGraw. Me parece bellísima.
Es la misma mujer que en 1966 empapeló Nueva York con su imagen bañándose en un estanque. También eran fotos para Chanel, para promocionar sus productos de baño y su perfume, el mitificado Nº 5 desde que Marilyn Monroe revelara que unas pocas de sus gotas eran la única indumentaria que usaba para dormir.
Es la misma mujer que protagonizó Love Story, que sé de qué va -me parece-, pero que no he visto jamás.
Es la misma mujer que dejó al todopoderoso productor de los mágicos años 70, Robert Evans, por Steve McQueen.
Y por eso -y por otros motivos- envidio y admiro a Steve McQueen. De haber querido ser un actor de Hollywood habría elegido a McQueen. No sólo porque sedujo a la señora de la marquesina cuando ella era joven. Era el más molón de Los siete magníficos y el más chuleta de La gran evasión, ambas de John Sturges, dos peliculones de la infancia, dos peliculones de siempre. Su vacile con el guante y la pelota de béisbol en el campo de concentración alemán y su intento de fuga en esa preciosa Triumph 650 era algo a imitar. En los primeros años de adolescencia algunos intentamos más lo segundo. Lo dejamos a tiempo.
Pero hay otro Steve y otra Ali inigualables. Y por lo tanto inolvidables. Son el Doc y la Carol de La huida, la película de Sam Peckinpah. Quién si no el maestro que había rodado años antes la inconmesurable Grupo salvaje podía llevar la novela del gran Jim Thompson al cine. Fue, claro, en este rodaje donde ella dejó a Evans por McQueen. Y en ese turbión de violencia la dulzura de su rostro y el brillo de sus ojos -el mismo que no se ha apagado tantos años después en la parada del bus- te dejaban embelesado. Imposible dejar de mirarlos. Como ahora.
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Gracias, Errejón