La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Cambio de sentido
No os riais más de la señora de Granada a la que unos cabronías le han levantado 170.000 euros haciéndose pasar por un actor americano. A más de una –y a alguno que otro– cosas más gordas nos han robado (años, inocencia, autoestima, la salud…) por un amor sin amor, sabiendo, para colmo, que el tiillo no era lo que se dice un Brad Pitt. Acordaos de Juan Ramón Jiménez, que se pilló por una tal Georgina que, sin existir, tenía más luces que la de Ronaldo. Nuestro nobel se enamoró, como una vaca de un tren, por correo (el Tinder de 1904), de la apócrifa Georgina Hübner, que en realidad eran dos pijos limeños, José Gálvez y Carlos Rodríguez. Como Carmen Mola, pero en crush. El poeta se vino tan arriba (“¡El amor! ¡El amor!”, exclamaba en los versos que le dedicó), estuvo tan dispuesto a todo por aquella alma femenina, que acabaron por ghostearlo: se cargaron a la personaja de una tisis.
Les recomiendo una peli, Paraíso, de Ulrich Seidl. Va de una señora que, junto a otras mujeres centroeuropeas maduras, está en Kenia de turismo sexual. La diferencia entre un putañero habitual y estas mujeres es que ellas se preocupan de si sus jóvenes prostitutos las ven atractivas y –¡aquí viene lo más tremendo!– se sienten profundamente heridas y traicionadas cuando descubren que el dios de ébano al que le pagan tiene mujer e hijos y, efectivamente, se está buscando la vida, no viviendo un verdadero amor. Hasta aquí y más allá llegan las cotas de autoengaño de eso que llaman, sin serlo, amor, y que no es más que una idealización, un cuentito y hasta una imposición y una compraventa, sobre la que ha pivotado el verdadero sentido de la vida de muchas mujeres, pues si un hombre no encuentra “el amor” no es para tanto como para una mujer. Si el tiempo que nosotras, a lo largo de la vida, le hemos echado a este asunto lo hubiésemos empleado a desarrollar nuestros dones y talentos, el mundo sería un sitio inmensamente más interesante.
Amor sin amor es, ¡ay, Ortega y Gasset!, imbecilidad transitoria. Ciega, en vez de hacer ver, y nos somete a una idealización mutua que, a medida que se incumple, nos decepciona, y a ello llamamos desamor. El amor de amor, de carne y hueso – ¡ay, Isabel Escudero, ay, María Zambrano!– enciende el corazón pero también la inteligencia, nos hace más sabios, y entender los símbolos, trascender el tiempo, tocar lo real, ver más allá y –más importante– ver y ser vistos, aquí y ahora, con pelos y señales. Rechace imitaciones.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Memoria de Auschwitz
La colmena
Magdalena Trillo
Gracias, Errejón