Jerez Íntimo
Marco Antonio Velo
¿Por qué nadie debe faltar el próximo sábado 28 al Pregón de los Reyes Magos?
Confabulario
El tiempo, que todo lo devora, trae también, a modo de resumen del mundo, la coincidencia de las fechas, su arbitrario disponer de hombres y destinos, en la breve cuadrícula del calendario. Ayer, día 28 de febrero, a más de celebrarse el aniversario de la autonomía andaluza, con la pompa y circunstancia debidas, cumplían años don Michel de Montaigne, señor de la Montaña y alcalde de Burdeos, así como don José Gutiérrez Solana, escritor y pintor, en cuyos lienzos, de alucinada solemnidad, gravitó una parcela, no menor, del genio de Goya. También cumplían años, pero al revés, esto es, conmemoraban su fallecimiento o sus exequias, en orden de entrega a la tierra, Immanuel Kant, Jean Sarrailh, Álvaro Cunqueiro y doña Carmen Laforet, autora casi adolescente de la novela Nada, como me recuerda otro nacido en esta fecha invernal, pero abocada ya a la primavera: el periodista, y sin embargo amigo, Miguel Lasida.
He aquí lo hermoso, lo grave, lo profundo y misterioso del azar. En una misma fecha conviven y se aprietan el genio analítico, la tensa melancolía de Montaigne, con la turbulencia mayor, con la oscuridad levítica de una España adusta y provinciana, que se abre en Solana. Es esa misma España que asomará, poco después, con veracidad conmovedora, en el cine de Buñuel. En el otro extremo, en el extremo de los finados, nos encontramos con Laforet, con Sarrailh, con Kant y con Cunqueiro, siendo así que don Álvaro, uno de los grandes imaginativos europeos del XX, murió el 28 de febrero del 81, a cinco días del golpe de Tejero (el poeta Antonio Rivero Taravillo tuvo el acierto de reeditar su último libro, Las historias gallegas, que Cunqueiro escribió para la radio), mientras que el gran hispanista Jean Serrailh, a cuya paciencia y erudición debemos una más alta perspectiva del XVIII español, moría en el año 64. Vale decir, cuatro décadas antes que Carmen Laforet, cuya discreta humanidad aún nos conmina con angustia.
Dejo para el final el entierro de Kant (herr Immanuel había muerto el 12 de febrero, cuando se le sacó un molde de su cráneo destinado al fisiólogo Gall, según cuenta De Quincey), dejo a Kant para lo último, porque su entierro en la catedral de Königsberg, el día 28, será una multitudinaria manifestación de todos los estamentos, no solo regionales, quienes acompañarían sus restos, iluminados por antorchas, para dar sepultura al filósofo. Lo cual fue seguido de un esplendido concierto. Más de dos siglos después (era el año de 1804), este respeto a la inteligencia, al honesto cultivo del saber, no puede sino sobrecogernos.
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