La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
“Ajá & Ojú”
La música tiene a veces el efecto de la magdalena de Proust. A casa de mis padres llegó por reyes para mis dos hermanos mayores un tocadiscos estéreo. Tras hacerle unos breves honores lo colocaron al final de un pasillo camino de la azotea, no sé si para quintarnos de en medio con ese flautista de Hamelin mecánico, para no contaminar los raros silencios que alguna vez se producían o porque para mi padre lo que no fuera música clásica no era música de verdad. Bueno.
Formamos una torre de discos. Lola llegó con Alaska, Serrat y toda la movida a cuestas. Pedro, con los Rolling y con Tequila, Manolo con las sevillanas de Los Rocieros y, yo, por completar el cuadro, con Rocky Sharpe & The Replays. Me tiré una tarde en la sección de discos de Simago hasta que me topé con el “Rama Lama ding dong” y ya no pude escapar de esa canción mantra. En casa por poco me matan. Búsquenla entre sus recuerdos o en internet y sabrán por qué. Qué quieren, tardé un poco en llegar a Franco Battiato.
Sí, no me lo digan. En gustos no nos parecemos nada. Pero la memoria se forma no sólo con nuestros propios gustos sino con lo que se escucha alrededor cuando pasa algo gordo. Lo que hacen los hermanos es una cuerda de la que tirar para sacar muchas cosas. La cuerda de mi hermana Lola es inagotable. Me sé Serrat enterito y cuando conocí a mi marido pude canturrear con él todas las canciones, como si perteneciera a su generación gracias a la obsesión de mi hermana. Y por ella conozco a Silvio Rodríguez, a Prada, a Los Secretos y a Loquillo. Por ella llegué a Aute.
Aute era muy distinto. El hombre nuevo que cantaba en vaqueros y con la camisa por fuera como si estuviera en casa un domingo por la tarde. El pelo crecido, pero no largo, y una barba de tres días que mantuvo así de por vida. Un desaliño muy cuidado para cantar a la normalidad que siempre es lo más excepcional. Porque, es en el día a día, cuando nos pasan las grandes cosas. No llamaba la atención su voz pues parecía esforzarse en que no notáramos que estaba cantando. Hacía unas extrañas modulaciones agudas como las de la vida, alargando a veces las sílabas finales. Cuando quería enfatizar los graves lo hacía como riéndose porque lo grave no hay que tomárselo nunca en serio del todo. Y las letras eran de andar por casa, por el cine y por los sentimientos, que duelen, pero pasan en un suspiro. No sé, de alguna manera tendré que olvidarle. Qué Difícil.
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Gracias, Errejón