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HABLANDO EN EL DESIERTO
ESTAMOS en plenos fastos contra el maltrato doméstico y suenan la trompetería y las vociferaciones para combatir una baja pasión con el propósito de erradicarla, otro rasgo de soberbia de la progresía con poder. De nada ha valido cambiarle el nombre a las antiquísimas desavenencias matrimoniales que desembocaban en agresiones, muy mal vistas socialmente: violencia machista o terrorismo machista no añade al problema otra cosa que confusión. Lo trágico está siempre a un paso de lo patético. (Para evitar confusiones, aclaramos que 'matrimonio' no admite ambigüedades y es lo que todo el mundo entiende por tal, y que 'pareja' sí se presta a la ambigüedad, pues lo mismo puede ser de ases que de la guardia civil.) Tampoco ha contribuido nada a la solución de los conflictos en el matrimonio la ley del maltrato, injusta a sabiendas, que deja indefensos a los hombres y permite las denuncias falsas de las mujeres, además del aumento de muertes por esta causa. El legislador es cómplice de esas muertes.
Las bajas pasiones han sido combatidas desde épocas remotas con códigos morales religiosos o civiles y, de manera algo distinta en cada tiempo, con una educación que elevara a la especie humana por encima de la animalidad, del mismo modo que se enseñaba a controlar otras pasiones que, sin ser bajas del todo, dejaban a nuestra especie a merced de los instintos y conducían a los débiles al descenso moral y social. La ley de maltrato, si no contempla al hombre y a la mujer como seres iguales en las pasiones, es como el baño en agua helada de san Bernardo para combatir los deseos sexuales: no nos hemos secado aún cuando vuelven a atacar. Buenas leyes y educación son más eficaces que las persecuciones mejor organizadas y obligan más que el temor, porque llevan al aprecio de nosotros mismos, a un sentido de la dignidad y a una vida decorosa, sin necesidad de estar vigilados de cerca por alguaciles.
Una ley para proteger a las mujeres y desamparar a los hombres lleva implícito el reconocimiento de una desigualdad, de una inferioridad, y, salvo en determinadas capacidades físicas y en la estructura del cerebro, no las hay. En cuanto a inteligencia para adquirir conocimientos intelectuales y morales no hay diferencia alguna, y se sabe hace mucho tiempo, entre un hombre y una mujer, aparte de las inclinaciones que destaquen más en uno u otra por las distintas funciones que les ha dado Naturaleza. Todas las cualidades y defectos, vicios y virtudes las encontraremos indistintamente en ambos sexos. Vistos el fracaso, el agravio, la picaresca, la violencia, la destrucción y las vidas deshechas que ha generado la ley, convendría adaptarla, hasta donde sea posible, a la complejidad de las relaciones humanas, sobre todo de aquellas en las que dos personas desconocidas entre sí empiezan queriéndose, o eso creen ellas, y terminan odiándose.
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