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DECÍA hace poco García-Máiquez en su columna que habría que prohibir la venta de libros para hacerlos más atractivos, en lugar de insistir con campañas machaconas de incitación a la lectura.
No sé. Los lectores son gente extraña en su mayoría a los que les gusta alardear de su propio vicio. Algunos tienen complejo de superioridad y consideran que, sencillamente por leer, son mejores. Están acostumbrados a mirar por encima del libro. No me gustan porque la literatura debe servirnos para abrir los ojos, no para tener la mirada pequeña. Para intentar comprender el mundo y también a veces para huir de él, pero en ningún caso para despreciar. El arte es lo contrario del prejuicio.
Hay lectores exigentes convencidos de que sólo pueden leer obras maestras porque el tiempo de lectura en esta vida es limitado y no lo van a desperdiciar con libros que no merecen la pena. Son los mismos seres excelsos que únicamente visitan grandes pinacotecas. Sólo le dan sitio a lo mejor. Imagino que sólo comerán caviar, escucharán ópera y amarán a dioses del olimpo sin que lo pequeño de la vida les roce en ningún caso. Son esclavos de lo sublime. No digo que sea malo pero yo así no podría vivir. Me gusta demasiado perder el tiempo con cosas aparentemente inútiles, incluidos, por qué no, libros que sólo hacen pasar un buen rato.
Desde que la gente lee libros electrónicos no me puedo dedicar en la playa a curiosear lo que tienen entre las manos. Durante muchos veranos era una de mis aficiones favoritas. Algunos libros los conocía desde lejos, otros se me resistían y he llegado a acercarme y preguntar la hora con tal de descubrir el libro de un veraneante discreto. Lo que leemos dice mucho de nosotros.
Yo leo de todo. Pero con los libros me pasa lo que con esos titulitos que te dan ahora por cualquier curso, cursillo, master, o incluso conferencia y que la gente enmarca y coloca en sus despachos para presumir de conocimientos. Yo los suelo acumular en una carpeta. Mis paredes están limpias de diplomas como me gustaría ser capaz de quedarme con una docena de libros a lo sumo. Pretendo, vanidad de vanidades, que los libros y títulos se noten en mí, no en la decoración.
Y es que la sabiduría sin más me asusta, como me asustan la rareza y el aislamiento. La emoción que genera el arte es menos pretenciosa y, si bien es cierto que no nos procura la felicidad, es al menos un bálsamo para las tristezas de la vida.
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Gracias, Errejón