Marco Antonio Velo
De Valencia a Jerez: Iván Duart, el rey de las paellas
Descanso dominical
Cuando regresó a la habitación el silencio se había extendido por toda la estancia como una pegajosa capa de alquitrán, sepultando cualquier atisbo de jaleo excepto la respiración de su ordenador personal. Ese zumbido, aún siendo tímido, tenía algo de amenazante. Miró de reojo al monitor sin querer acercarse mucho, acaso fuese a arrojarle de nuevo a la cara el fulgor de una pantalla que seguía estando prácticamente vacía. En cualquier caso, el orfidal que le habían administrado en el hospital lo mantenía en un estado de notable indiferencia por las cosas, los acontecimientos y las personas. Ni siquiera Laia lo había podido convencer para acompañarle a casa y que no estuviese solo, aunque solo fuera un rato, hasta la salida del sol al menos. Se había negado por completo; él, que tantas veces rezó a todos sus dioses paganos imaginando que Laia subía otra vez por las escaleras.
Los artistas tenemos estas contradicciones, pensó mientras se recostaba intentando encontrar la postura en el sofá más antipático que nunca tuvo en su vida. En ese mismo lugar, horas antes, se abría la garganta desesperado por arrancarle un poco más de aire al ambiente, convencido de que aquello era el epílogo, la coda, el final de épica y fanfarrias que merecía una existencia como la suya, un escritor atormentado incapaz de encontrar en meses una línea recta entre sus cuitas, sus certezas y sus páginas. Ascetismo manda. Su cabeza culpaba al mismo tiempo al maldito instinto de supervivencia por aquella resistencia inapelable, aquel deseo recalcitrante y horrorizado que le pedía a gritos aferrarse a sus días de olor a café, besos de tarde y películas de esas que veía siempre mamá. Antes de rodar por el vestíbulo, antes de que lo encontrara un repartidor de pizza, sus ojos, en una especie de ritual de culpa y masoquismo, volvieron a señalar la página que había quedado capturada por horas en la pantalla de su computadora, un desierto de palabras en el que apenas se podía leer una línea, un título escueto, "Blanco". Aquello era toda una confesión creativa y lo más parecido al comienzo de una novela que había pergeñado en semanas. No puede ser, es desesperante,pero ¿qué mierda me está pasando? Es lo que se decía otra vez.
Sobre el recibidor un volante médico arrugado confesaba plasmado en la letra abigarrada de la doctora de guardia que el paciente había sufrido un trastorno de ansiedad. Provocado por la falta de sueño y el estrés que genera el síndrome de la hoja en blanco. La receta de los ansiolíticos se la había quedado doblada en el bolsillo convencido de que, ahora sí, tenía una historia que contar.
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