La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Hubo un tiempo en el que, con la osadía propia de la edad, cuando uno era -en términos de García Márquez- "joven, feliz e indocumentado", aspiramos a la superación de los calendarios que imponía la tradición. Nada que no fuera nuestra libertad y nuestra independencia, el paso de las estaciones naturales por encima de las celebraciones que marcaban de manera cíclica nuestra cultura. Lo considero -y creo que sigo considerando- una noble, cívica y, por supuesto, laica posición vital, siempre que se ejerza y, a su vez, sea recibida con respeto. Todo ello ocurrió mucho antes de que uno fuera consciente de que la vida de las personas iba asociada de manera inalterable a aquellas festividades que entendíamos como de otro tiempo, superadas. Aprendimos, así, que las inquietudes, vivencias o emociones de nuestros vecinos, sea cual sea su naturaleza, deben ser respetadas, por más que no comulguemos con su origen. El mismo respeto que merecerían las que sean diferentes, por cierto. Viene esto a cuento porque, en estos días que corren, el almanaque festivo parece que haya sido borrado y, además, por decreto, literalmente. Los días pasan tan iguales unos a otros, que solo los contamos en virtud de los plazos impuestos. Los vamos numerando en sentido creciente o decreciente, en una supuesta cuenta atrás. Algunos nos perdimos la ritual ceremonia del solsticio de primavera y, en los próximos días, muchos no podrán asistir a citas que, con toda seguridad, constituían los hitos de su agenda anual. Más allá del paso de las semanas, los meses o las estaciones, cada cual tiene su propio e interno -quizás espiritual- anuario que, en estos días estaremos obligados a llevar de forma íntima y personal. No es mal ejercicio y, de camino, una ocasión para mostrar respeto hacia esas minorías que, por no compartir el de la mayoría, llevan su calendario de forma obligadamente reservada desde siempre.
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