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Para los antiguos gnósticos, el demonio cumplía una función de, digamos, desmaquillaje: Dios, o el espíritu farsante que se hacía pasar por Dios, había creado un mundo imperfecto, feo y cochambroso, pero al mismo tiempo había hecho creer a los hombres que su creación era perfecta y de suculenta belleza. El demonio, que se la tenía jurada a Yahveh, despertaba a los seres humanos de su encantamiento y les mostraba el mundo tal cual era en realidad: despreciable, apestoso e indigno de cualquier criatura. Si hubiera que juzgar este tiempo, y más ahora que van a dar las campanadas, cabría concluir que el demonio ha ganado la partida: los profetas del todo es una mierda, aupados a púlpitos con los que ni soñaban hace diez años gracias a las redes sociales, no sólo ocupan las principales tribunas sino que además gozan de cierto prestigio intelectual, lo que en parte se debe a que durante demasiado tiempo se ha dado por buena la función de los aplaudidores bien pagados. Éstos han terminado generando una contaminación inversa por la que, ahora, el sabio queda identificado por su tendencia al desprecio constante y al nihilismo despótico. Todo está lleno, pues, de demonios. Especialmente en España, donde clamar al cielo sale a devolver y donde no hacerlo se considera síntoma de debilidad.
Me acordé el otro día de los gnósticos cuando reparé en el abundante corpus, vertido en libros y artículos, que este 2019 ha visto nacer contra la obra de María Elvira Roca Barea. Que no quito yo la razón a sus autores, aunque no deja de llamarme la atención la unanimidad del propósito, expresada con no poca inquina y ciertamente extraña en el ámbito del pensamiento español actual. Es esta rareza la que la hace más interesante, si bien la similitud de argumentos resulta bastante aburrida. Con Roca Barea estoy de acuerdo en algunas cosas y en otras, especialmente en su abono al trazo grueso a la hora de extraer conclusiones, no tanto. Pero nadie, creo, había expresado tan a las claras las claves del éxito que aporta el fatalismo español; es decir, nadie había desenmascarado con tanta fiereza a los desenmascadores (los demonios gnósticos), y supongo que esto explica las reacciones que otros muchos autores habrían merecido por bastante menos. Eso de tocar los huevos, con perdón, no iba a salir gratis.
Sí le doy la razón a Roca Barea, y que san Pérez-Reverte me perdone, cuando acusa a los ilustrados de haber pretendido matar a este país de aburrimiento. En parte, ay, lo consiguieron: la cultura es patrimonio de señoritos y repipis. El resto, al Sálvame.
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