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Recordar el pasado ha permitido civilizarnos. Una buena memoria selectiva señala lo que debe ser recuperado y lo que hay que olvidar. Ya los antiguos aprendieron a esculpir una piedra que sirviera para evocar una figura o un acontecimiento relevante. Más tarde se impusieron monumentos y fechas rituales como recordatorios. Pero también surgió otro problema: ¿cómo hacer para que esas rememoraciones fuesen productivas? A lo largo de los siglos se han discutido las formas. En el siglo XX, en la década de los 80, en Francia, ante la proximidad del segundo centenario de la Revolución de 1789, todavía los historiadores dudaban, enfrascados en la búsqueda de un modelo adecuado de celebración. Y, precisamente, esta fue la primera medida: desterrar la palabra celebración y sustituirla por conmemorar, un cambio verbal apropiado para una recuperación moderna, dirigida a extraer una lección instructiva del pasado. Curiosamente, han quedado más huellas y testimonios de aquella polémica que de las propias manifestaciones conmemorativas. Además de excluir el término celebración, rechazaron toda esa gama habitual de espectáculos tan grandilocuentes como efímeros. Las medidas también incluyeron -como cabía esperar de una propuesta de intelectuales franceses- fomentar al máximo la investigación del hecho conmemorado y difundir sus resultados en libros para todos los niveles de lectores. Es difícil calcular el efecto conseguido con aquellos buenos propósitos. Pero en el caso español, tras el desbordante exhibicionismo de algunas conmemoraciones de las primeras décadas de la democracia, las crisis económicas han aminorado prudentemente fastos y espectáculos. Pero evitar despilfarros no debe significar injustos olvidos. Permanece viva la obligación de recodar un hecho o un personaje relevante del pasado: investigándolo y difundiendo obras que permitan un nuevo acercamiento. Y a este respecto, ya es un buen síntoma que, ante el quinto centenario de la muerte de Antonio de Nebrija, o Lebrija, ya estén disponibles dos libros, indispensables y complementarios. Uno, El sueño del gramático (Fund. José Manuel Lara) es una prueba más de la ya tantas veces mostrada capacidad de Eva Díaz Pérez, para transitar entre la historia y la imaginación literaria para mostrarnos el valioso papel desempeñado por personaje tan crucial. El otro, Antonio de Lebrija (Breviarios de Athenaica) es un preciso recorrido por la vida y obra de aquel sabio lebrijano, realizado, desde la admiración, por Juan Gil, el maestro que porta, cinco siglos después, el mismo cetro de hombre sabio.
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