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La democracia constitucional es un accidente en el tiempo y en el espacio. Que alguna generación la haya podido ver en cierto momento como el fin de la historia, como el orden natural de los hombres, no puede ocultar que para afirmar la simple idea de que todo poder ha de encontrar límites, que los derechos del hombre son indisponibles y que el principio de legitimidad del estado es la soberanía popular, se necesitó un largo viaje y un ancho tiempo. Si la irrupción del constitucionalismo la situamos en el comienzo del siglo XIX, lo cierto es que sólo tras la Primera Guerra Mundial el principio democrático fue el mínimo común denominador del Estado Constitucional en casi toda Europa. Mas aquello, como es sabido, fue espejismo, y en 1940 la regla en prácticamente todo el continente era ya la dictadura. El totalitarismo había ajustado sangrientas cuentas con el ensueño de la democracia constitucional. En cualquier caso, si frágil es la democracia también hay que decir que su gen es de una terquedad insoportable, porque allí donde la democracia se ha afirmado, bien se haya reducido a escombros, ésta es capaz de reverdecer sobre sus ruinas. Se necesitaron, eso sí, dos guerras de todos contra todos y más de ochenta millones de muertos, para diluir el culto religioso a la nación, a la pureza racial o ideológica y a la propia soberanía de los estados. A las enfermedades letales de la cultura democrática, en suma. Si la Unión Europea nunca ha podido afirmar radicalmente la democracia como principio de legitimación de sus poderes, su mera existencia, como testimonio de la superación de este nacionalismo febril en el continente y del triunfo de la paz entre antiguos enemigos, hace de este artefacto un símbolo y garantía de la democracia misma. Y es por eso, por su simbología democrática, por lo que la Unión Europea es más insoportable para el autoritarismo de Putin que la propia OTAN, como insoportable es también para los caballos de Troya reaccionarios que parasitan nuestros sistemas. A pesar de su fragilidad, cuando la democracia liberal se afirma es tan innegable la vis atractiva de su lógica, que no puede evitar la furia de los resentidos. Y es que cualquiera sabe que se vive mejor allí donde el poder tiene límites, y donde se pueden meter mano, públicamente, dos caballeros.
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