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Del caso del obispo de Solsona tampoco queda mucho más árbol del que hacer leña, por más que lo pintoresco del asunto invite a extender una comidilla de la que ya se ha beneficiado hasta el padre Apeles. Toda esa costra de exorcismos, amores ilícitos, novelas satánicas y demás enjundia es divertida, claro, pero lo único que tendría relevancia (tales fuegos artificiales tienden a consumirse muy rápido) es la reacción de la Iglesia, institución que mantiene una más que notable presencia en la vida pública y, más aún, una influencia decisiva en la vida de mucha gente. Las reacciones, digamos, oficiales no han sido muchas, pero fue el presidente de la Conferencia Episcopal, Juan José Omella, quien pronunció las palabras más razonables al pedir que esta historia no se convierta en una "novela morbosa". Eso sí, las redes sociales corren a mayor velocidad que los deseos cardenalicios, así que la solicitud del también arzobispo de Barcelona llegó tarde. Por muy excéntrico que resulte el relato, lo que cada cual haga con su vida, sea un obispo, sea un ciudadano cualquiera, y más aún en lo que a la alcoba se refiere, no es asunto de nadie. Claro que, como contrapartida, a lo mejor se podría reclamar a la Iglesia justamente esto: que deje de meterse morbosamente en las camas ajenas en busca de conductas pecaminosas.
Supongo que a ninguna institución le resultará plato de gusto encontrarse con un fenómeno de tal calibre. Pero, precisamente por toda esa influencia vigente y por su función protagonista y fundamental en la defensa de los más necesitados, tal vez estaría bien que se promoviera en el seno de la Iglesia una reflexión oportuna con tal de evitar situaciones similares. El Concilio Vaticano II promovió un acercamiento proverbial de la Iglesia a la sociedad de su tiempo con un afán conocedor y renovador. Fue un proyecto loable, pero ya han pasado demasiados años y algunas cuestiones elementales siguen pendientes. Si de verdad quiere la Iglesia tener al frente a personas conocedoras del mundo, de su realidad, de sus problemas, amarguras y esperanzas; si de verdad quiere saber del día a día de la gente, de lo que significa sacar adelante una casa y una familia, enfrentarse a un sistema inhumano e inhóspito y mantener viva la llama ante la adversidad, no le queda más opción, igual hoy que en el Concilio Vaticano II, pero ahora con más urgencia, de apartar la exigencia del celibato a sus sacerdotes. Para empezar.
Y si no, no pasa nada: seguirán los fieles rezando el Ángelus y teniéndole mucho miedo al Demonio, como siempre. Ya saldrá por ahí otro obispo rarito. Y Santas Pascuas.
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Gracias, Errejón