
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
No queremos reyes
la resaca
QUE el Xerez lleve encarriladas varias jornadas sin conocer la derrota no ha servido nada más que para alejarse de la zona de peligro en la que estaba y fortalecer la débil mentalidad de un equipo que, a la menor, sucumbía en una sima de desánimo. No se había demostrado, a pesar de los no malos resultados, un juego excelente y lo obtenido era más bien al pundonor de la casta que a las esplendideces de un juego que brillaba por su ausencia. Pero está claro que, una vez más, la afición se ha dejado deslumbrar fácilmente por el reguero de partidos teóricamente victoriosos -o no perdidos- y han concedido moratorias crediticias a un equipo y a su entrenador que, visto lo visto el domingo en Chapín, no creo merecer excesivamente. Pero, así es el fútbol y, por cualquier cosa, se perdona lo malo y se le concede demasiado valor a muy poco.
Partido de domingo a las cinco - ¡como debe ser y tan poco vemos!-, pero Alonso se jugaba el mundial en carreteras brasileñas y eso era un tirón demasiado grande como para competir con un partido contra el Alcorcón, por mucho que todavía le durara la goleada al Madrid y por muy buena labor que hiciera el año pasado disputando la Liguilla de ascenso. Por eso, se siguió sin sobrepasar los seis mil heroicos que se llegan hasta Chapín; heroicos que continúan sin ver un buen partido y, esta vez, perdiendo contundentemente. Claro que como se está tan obnubilado por los encuentros sin derrota, un dos a cuatro se justifica, nadie sabe muy bien por qué.
Hay que decir en honor de la verdad que el Xerez jugó con más intensidad que en otras ocasiones; pero poco más. Se falló como casi siempre, se fue endeble como es habitual, se cayó en las redes poco deportivas del contrario -el entrenador del Alcorcón es un sabio jugando a no jugar cuando el marcador lo tiene a favor- como un equipo pardillo e inocente, no se supo jugar perdiendo, ni aguantar el empate, lo que se traduce en una dura derrota contra un Alcorcón que supo nadar y guardar la ropa. Esta vez, la sempiterna buena suerte del señor Vigo, le fue algo contraria o él mismo buscó que así lo fuese. Empleo el adverbio porque todavía tiene la aquiescencia de parte de una afición que se conforma con poco y echa siempre la culpa al árbitro y a los liniers -casi siempre malos de solemnidad-, a los jugadores, al hombre que le lleva los palos de golf al entrenador -si es que se los llevan- y hasta al del marcador. Ahora a esperar que la pifia no haya minado la moral del equipo. ¡Esa es otra!
También te puede interesar
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
No queremos reyes
La Rayuela
Lola Quero
Los besaculos de Trump
Alto y claro
José Antonio Carrizosa
El gato chino caza ratones
Envío
Rafael Sánchez Saus
El gran declive
Lo último