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En El Credo de los Apóstoles, llamado así por ser considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los Doce, se proclama que Cristo "descendió a los infiernos". Quizá se trate de una de las afirmaciones más extrañas a la conciencia moderna. A pesar de ello, el Catecismo de la Iglesia Católica (números 631 a 637) reflexiona sobre el significado de este descenso y nos ofrece las claves para comprender la importancia de la muerte consumada de Jesús.
Al confesar que Cristo bajó a los infiernos, precisa Ratzinger, manifestamos que participó de nuestra muerte como soledad, abandono e infierno total, como frustración sin sentido, degustando el amargor del silencio de Dios. Jesucristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin fin. Su muerte fue muerte verdadera con todas sus consecuencias, única forma de vencer para siempre la soledad del infierno. Humanizándose hasta el extremo, su salvación se convierte en universal en el espacio y en el tiempo. Desde Cristo, el creyente ya no afronta la muerte en absoluta soledad; el infierno de la no existencia del hombre dejado a sus solas fuerzas ha desaparecido.
Señala el Catecismo que lo que la escritura llama infierno, sheol o hades es la morada de los muertos, el lugar -o el estado- en que todos, malos o justos, se encontraban aguardando la llegada del Redentor. "Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos". Jesús no bajo allí para liberar a los condenados ni para destruir el infierno de éstos, sino para liberar a los justos que le habían precedido. El descenso de Cristo a los infiernos era necesario para crear el acceso a Dios, porque el hombre por sí solo no puede elevarse hasta Él. Se trata, pues, de un propósito esencial de la misión de Jesús.
Lejos de perder paulatinamente importancia, el descenso de Cristo a los infiernos resume dos convicciones fundamentales de nuestra fe. La primera, que Cristo asumió nuestra naturaleza sin excepción alguna, incluida la muerte. La segunda, que su vida y su muerte significan y realizan la salvación para todos los que antes y después de Él han anhelado ver el rostro de Dios. Es esto lo que hoy conmemoramos: la muerte ha sido derrotada, la soledad del hombre, acompañada y el camino hacia Dios, gloriosamente abierto.
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