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Confabulario
El domingo los niños pudieron salir a la calle, con el resultado tedioso y decepcionante que cabía imaginarse. Sin amigos con quienes jugar, y con un batallón de adultos vigilando sus pasos, los niños se aburrían, tenían sed, tenían sed porque se aburrían y se aburrían porque beber agua, en términos generales, es francamente soporífero. No ocurrió así con la población más talluda. Sobre el desconcierto general (gracias a los dioses, los niños ignoran la línea recta), se extendió un recelo difuso e inconcreto, fruto natural de las plagas y otros infortunios colectivos. Había señores de Protección Civil ofreciendo mascarillas, había policías municipales disuadiendo de cualquier euforia, pero el experimento resultó, en principio, fallido y exasperante.
Pero no porque se hiciera algo mal; sino porque, en apenas un mes, nos hemos desacostumbrado a la vida social. Si algo evidencia esta tragedia es el carácter efímero de cualquier sociedad, y la dilatada paciencia que exige acomodarnos a vivir entre extraños. Según Larra, el motor último de la sociedad era el egoísmo; pero ese egoísmo no tiene por qué ser un egoísmo estéril. Gracias a la ciudad, a la vida en común, nos hemos liberado de una enorme cantidad de miedos, cambiándolos, acaso, por otros menos inmediatos. Esos miedos antiguos, orillados por la ciudad, son los mismos que hoy volvemos a ver, como a través de un sumidero del tiempo, cuando ahora nos cruzamos con alguien en la calle. Hemos vuelto a observar al viandante con prevención, como quizá lo hicieran los espadachines embozados del barroco, al encontrarse en un pasaje angosto. Pero, sobre todo, hemos vuelto a una forma de soledad hostil y desesperanzada que nos conduce por la ciudad, por el mercado, camino de nuestros viejos quehaceres, como a vagabundos recelosos e incrédulos.
Al margen de que, el domingo, las cosas se hicieran mejor o peor (los niños languidecían educadamente sobre sus bicicletas), es esta misma inquietud, esta misma ignorancia repentina de nuestras habilidades de antaño, lo que convirtió, para algunos, un paseo matutino en un orfeón confuso y angustiado. Supongo que muchos volvimos a casa pensando que esto de la desescalada era algo prematuro. Pero no tanto por sus posibles implicaciones clínicas, sino por el mero temor, por el temor inmediato e indisimulado, de verse entre otras personas, aun manteniendo las distancias adecuadas. El domingo, en fin, éramos algo parecido a una masa.
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