Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
En tránsito
HAY generaciones con suerte y generaciones sin suerte. Mi generación -la de los nacidos en los años 50 y 60 del siglo pasado- tuvo mucha suerte. No conoció guerras, vivió un periodo de prosperidad económica continuada y sólo tuvo que soportar los años menos duros de la dictadura franquista, cuando ésta ya se estaba viniendo abajo por su propia decrepitud. En cambio, la generación de mis abuelos -los nacidos a principios del siglo XX- tuvo muy mala suerte. Vivió una época sin apenas mejoras económicas ni esperanzas políticas -la República casi no tuvo tiempo de hacer nada-, en la que millones de personas tuvieron que emigrar a Cataluña o al País Vasco -o a América- si querían mejorar un poco de vida. Y por si fuera poco, esa generación tuvo que sufrir las terribles consecuencias de la guerra civil: las muertes, la represión, el hambre, el sufrimiento indecible. Y luego, durante veinte años interminables, aún tuvo que pasar por una larga postguerra de miedo y angustia y privaciones. ¿De qué temple estaban hechos nuestros abuelos y bisabuelos para soportar todo eso casi sin rechistar? Imposible saberlo.
Digo esto porque parece que hemos entrado en otro periodo histórico en el que las cosas van a ir mal dadas, quizá no en los mismos niveles dramáticos que conoció la generación que creció con el siglo XX, pero sí con unos índices de precariedad laboral, de recrudecimiento de la pobreza y de retroceso en muchas conquistas sociales que creíamos irreversibles -aunque ahora se ha demostrado que no lo eran- que amenazan con devolvernos a los peores tiempos del pasado. Y para colmo, no es descabellado imaginar -y cruzo los dedos- un horizonte bélico en un futuro no muy lejano si la amenaza del yihadismo se sigue extendiendo por el sur del Mediterráneo. Muchos de nosotros nos hemos acostumbrado a creer que vivimos en los mundos idílicos de Yupi o de los Teletubbies en los que todo es color de rosa, pero la cruda realidad es mucho más siniestra de lo que nos imaginamos.
Y esta nueva situación es la que ya está detectando la gente corriente, la que vive con un sueldo escaso o una pensión menguante y que cada vez debe hacer más equilibrios para llegar a fin de mes o para encontrar un trabajo decente. ¿Es normal que esta gente se sienta inquieta y desmoralizada y pesimista? Parece que no. ¿Y es normal que desconfíe del poder y que se niegue a aceptar las promesas de mejoría económica que se anuncian todos los días? Parece que sí. Lo contrario sería muy extraño.
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