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Marco Antonio Velo
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Tierra de nadie
Y , si descorazonador resulta comprobar la atiborrada concurrencia en el aula en la que se enseña a no aprender, desolador deviene constatar el “éxito” de aquella otra en la que, el instructor, que no maestro, se afana en el más deleznable de los “conocimientos” posible: enseñar a no pensar.
Hay un maestro, este sí, que no aspira ni quiere ser maestro de nada. Mostró la sabiduría que le adorna a todo el que quiso escucharle, pocos, por cierto. Un bohemio, en cuerpo y alma, empedernido y permanente; delator de mediocridades; impostor ante la impostura; dueño de pícaro ingenio que, sin desmerecer, recuerda al de Pedro del Rincón, el inmortal ”Rinconete”, al que dio vida D. Miguel de Cervantes; personal, intransferible y genial: el más colorao de “los ratones coloraos”, el “perro verde”, “el loco de la colina”: D. Jesús Quintero. Quiero, con su permiso, hacer mención a su reivindicadora amargura, disfrazada de humor ágil e inimitable; a su crítica, mordaz e implacable ironía, clamando contra el gris que nos envuelve, la estupidez que arrasa, la vanidad que nos destroza; a su inaudita capacidad para llevar, de la calle a nuestras casas, personajes tan reales como ignorados, tan despreciados como humanos, tan sabios, en su peculiar sabiduría, como olvidados por una sociedad plastificada, presumida y estereotipada; a su incansable cruzada contra “esto y aquello”, los condicionamientos absurdos que permitimos nos determinen, la hipocresía patológica de una sociedad asocial, pervertida y, en verdad, despreciable; quiero reconocer su imperecedera adicción a pensar.
Es tan penoso como esclarecedor. No le dieron cicuta a D. Jesús, como la plebe ateniense hizo con Sócrates unos cientos de años antes de Cristo; pero, con la misma intención que entonces con aquel, le privaron a este de su particular colina. Entonces, acusaron al genial filósofo, que ”sólo sabía que no sabía nada”, de ser peligroso para la sociedad: por decir verdades, su empeño en pensar, y su renuncia a asumir falsedades; al “perro” le quisieron pintar de marrón el verde que lo hizo como era, que lo hace como es… Ayer, el gentío apagó las certezas de un hombre sabio, maestro de Platón; ahora ponen trampas, con queso, a los “ratones coloraos”: no los quieren “coloraos”, tal vez porque dicen que saben mucho, si no grises. La Historia, con las peculiaridades propias de cada caso, se repite; pero nosotros no aprendemos.
Renunciar a pensar, de modo consciente: por inercia, dejadez, o “comodidad”; o inconsciente: por ignorancia, despreocupación, o falta de inquietud; es algo parecido a renunciar a la condición que nos hace humanos: dueños de la facultad de aprehender, comparar, deducir y decidir. Una grandeza tan difícil de valorar como el hecho mismo de que en un pequeño planeta azul, perdido en la casi infinitud del único universo que conocemos, existamos.
Pensar no va más allá de un razonar con nosotros mismos. Hay que comenzar por querer hablarnos… y escucharnos; hay, también, que aceptar variedad en nuestras propias opiniones, alteraciones, avances, rectificaciones…; hay que reconocer errores: los que una parte de nosotros comete y la “otra parte” denuncia; hemos de ver, desde “fuera”, lo que somos, no lo que nos gustaría ser, aceptarlo y, si es el caso, cambiarlo, y si no, pues no.
Si piensas, eres; si no lo haces, otros lo harán por ti, y serás lo que ellos quieran que seas. Por tanto, no es negociable.
Descartes escribió aquello de “Pienso, luego existo”. Más adelante en el tiempo, otras mentes privilegiadas fueron, y llegaron, mucho más allá, pero todas ellas lo hicieron porque “pensaron”. Sin profundizar en demasía, podríamos deducir que: si no pienso, no existo, y si no existo, no soy, al menos “no soy” lo que estoy destinado a poder ser. Ustedes me dirán si tenemos elección…
Nadie hay, más que nosotros mismos, sujeto activo del derecho a decidir. Nada bueno puede haber tras el empeño por evitar que las personas piensen, es decir: que dejen de ser gente para ser aquello para lo que existen: personas.
Ni los medios ni la información que facilitan, ni las palabras que unos dicen, las letras que otros escriban -estas, por supuesto, incluidas-, las “verdades” instituidas, las teorías “irrefutables” ni las posiciones, cualesquiera de ellas, “inamovibles”; son, necesariamente, lo que dicen ser. Somos nosotros, al pensar, los que hemos de sopesar, elegir o rechazar, dar o quitar crédito, asumir o evitar, incorporar o desechar, dudar o confiar… Después, acertaremos, o no … “siempre nos quedará París…”, quiero decir: siempre se puede rectificar; pero, en cualquier caso, sí seremos lo que, por nosotros mismos y en uso de la libertad que nos pertenece, hayamos decidido ser.
No consientan, nunca y bajo ninguna excusa, si es que así lo consideran, que nadie ocupe el lugar que, en sus mentes, sólo a ustedes corresponde. No aprendan a no pensar.
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