Marco Antonio Velo
En la prematura muerte del jerezano Lucas Lorente (I)
Postrimerías
El aire de farsa que rodeó la profanación del Capitolio ha dado pie a innumerables chistes, pero ya en el inverosímil presente del asalto podía verse que lo que sucedía era algo muy serio. Más allá del impacto de las imágenes en las que la pintoresca turba entraba por la fuerza -y lo más sorprendente, sin oposición ninguna- en el solemne edificio que es a la vez la sede de la democracia estadounidense y su mayor símbolo, el hecho insólito de que la algarada fuera promovida por el titular de la máxima magistratura del Estado, aunque no inexplicable, dados los antecedentes del personaje, enviaba un mensaje de vulnerabilidad que rebasa el terreno de lo anecdótico. No pocos de los integrantes de la chusma enragé, azuzados por los delirios, las bravuconadas y las mentiras del sujeto que pasará a la Historia como el peor presidente de su país desde la declaración de Independencia, pertenecen a la llamada basura o escoria blanca (white trush) que constituye uno de los fundamentos de su fuerza electoral, esa clase marginal o depauperada que se siente damnificada por la inmigración, desprecia las instituciones y en los casos extremos -bien representados entre los asaltantes, lo peor de cada casa- abraza el odioso supremacismo que nunca, pese a los grandes logros de la nación en otros aspectos, ha dejado de estar presente en la sociedad norteamericana. Hay desde luego rasgos específicos en la combinación de integrismo religioso, culto al destino providencial, orgullo nacionalista y actitudes libertarias -o anarcoides- que nutre las filas del trumpismo, pero al mismo tiempo, de ahí lo que el episodio tiene de inquietante aviso, el movimiento -que no se corresponde exactamente con el partido republicano, aunque lo haya colonizado- puede relacionarse con otros similares en otras partes del mundo. Puede parecer una paradoja que los famosos losers apoyen a un magnate que se ha pasado la vida denigrando a los perdedores, pero lo cierto es que muchos de los estigmatizados por la etiqueta -de acuerdo con el perverso evangelio del triunfo, quizá lo único en lo que cree el mandatario- se reconocen en su lenguaje soez, en sus diatribas contras las élites, en su patrioterismo retador, en su indisimulado discurso racista. Poseída por un resentimiento hábilmente explotado, es la misma tropa de choque que nutrió los fascismos históricos y sigue nutriendo las distintas variantes de la fiebre populista, que no se limita a las filas de la extrema derecha. En manos de dirigentes sin escrúpulos, el malestar de los ciudadanos se transforma en aliado o vehículo del despotismo. Quienes los incitan, más que los peones manipulados, son la verdadera escoria.
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