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El tren es un lugar donde puede obrarse un milagro menor: los pasajeros suelen ir en silencio, lo cual no es tan menor tratándose de españoles (en esto del ruido, algún fenómeno telúrico se produce en la frontera con Portugal). Igual que la mili era el laboratorio estadístico más representativo de España hasta los años 90, el viaje en ferrocarril podría ser ahora la más variopinta agrupación del paisanaje: todas las edades, niveles de renta, géneros, estéticas, desarrollo cultural. Hay de todo. De hecho, es normal que alguien violente el bendito silencio. Ése callar en tropa, al que tanto contribuyen el murmullo de la máquina y las conversaciones gentiles.
De repente, un humano comparte con 50 desconocidos, ostentosamente, su conversación telefónica. Envidio malamente esa falta de filtros. Uno, enseñado en molestar lo justo, se pregunta si no habrá educado a sus hijos como perdedores en un biotopo urbano en el que abundan los solipsistas (curioso término de origen filosófico y latino que proviene de solus y de ipse: “Solo uno mismo”; más allá de mi ombligo, nada). Existe otra categoría infumable de vecino de vagón: el padre amantísimo, que no para de decirle con altavoz el nombre al hijo o hija –Helios, Romeo, Lluvia, Goa–, y lo besa en los labios, se humilla ante él o ella, le hace de esclavo y de payaso, convirtiendo a su pequeño en un rabo de lagartijo gritón. No hablo de cariño y de ternura, ni siquiera de una buena dosis de mimo. Es el exceso.
Lo sufrí el otro día en el Iryo, nueva competencia privada del AVE: unos padres suministraban dosis de feble amor a sus dos pequeñas, seres inocentes malcriados por sus papi y mami, entregados a sus caprichos y tiranías. Vaya viajecito en tren, ese lugar de encuentro... sin escapatoria. La vida en un Alta Velocidad o en un Cercanías parece que nunca pueda cursar exenta de ruidosos sin causa; incapaces de tener consideración hacia quienes puedan estar a su alrededor, como si no fueran algo más que objetos. Con ese ingrediente ineducado también están sazonadas las comunidades de propietarios, los veladores, o todas las familias, felices o desgraciadas. De todo hay en la viña del Señor, en la que la paciencia es la albariza. Paciente, amarás al prójimo como a ti mismo: una bienaventuranza que regala silencio al ruidoso. Decía con amplia pedantería Borges –que no amaba mucho a España– que, entre charlatanes, había españoles sencillos que remembraban la hidalguía del Quijote. ¿Por qué no te callas?, y permitan que haga propia la regia soberbia.
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Gracias, Errejón